ajedrez, febrero 21, 2024

AUTO DE FE – Elias Canetti

 

AUTO DE FE

 

Elias Canetti

 

 

Elias Canetti era miembro de una familia de judíos sefardíes, acogidos de muy buen grado en su día por el Imperio Otomano, y finalmente establecidos en Bulgaria como comerciantes. Hablaban ladino (es decir, el judeocastellano del siglo xv, cuando los judíos fueron expulsados  de la península ibérica), aunque los padres de Elias hablaban entre ellos en alemán.

Antes de cumplir los treinta años, Canetti había publicado ya dos obras de teatro y Auto de fe, que vio la luz en 1935, pero cuya escritura había iniciado varios años antes. 1935 es el año en que, en ajedrez, se celebra el segundo torneo internacional de Moscú y en el que Max Euwe se proclama campeón mundial, al derrotar a Alexander Alekhine.

La vida de este insigne autor fue absolutamente cosmopolita: niñez en Bulgaria, Manchester y Lausana y, más tarde, residente como adulto, en distintas épocas, en París, Londres, Viena, Berlín y Zurich. En Berlín trabajó como traductor de autores norteamericanos, y sólo se fue (primero a París, luego a Londres), después de la Kristalnacht (o Noche de los cristales rotos), en 1938.

El protagonista de Auto de fe [1](que inicialmente iba a titularse Kant se prende fuego) es el profesor Peter Kien, eminente sinólogo, además de misógino, neurótico, paranoico y  misántropo, quien decide inesperadamente contraer matrimonio con su sirvienta, mucho mayor que él. Así comienza una tormentosa relación doméstica que dará lugar a una lucha (¡una guerra!) por cada mueble y cada palmo de la vivienda, hasta incluso por el silencio. La codicia de su esposa lo tortura, como si no viviese ya torturado por la obsesiva preocupación de que sus libros (la mayor biblioteca privada de la ciudad, con 25.000 volúmenes) puedan sufrir un incendio (recordemos que la famosa quema de libros de los nazis había tenido lugar en 1933).

Dice el profesor Kien:

 

Todo ser humano necesita una patria, pero no una tal como lo entienden algunos patrioteros primitivos, ni tampoco una religión, insulso anticipo de una patria ultraterrena. No, una patria en la que el suelo, el trabajo, los amigos, las diversiones y el propio espacio espiritual confluyan en un todo natural y organizado, en una especie de cosmos personal. La mejor definición de patria es: biblioteca.

 

La técnica narrativa de Canetti es compleja y diversa: diálogos telegráficos alternan con largas disertaciones de otros personajes y del profesor Kien con ellos mismos, además de debates con seres inanimados como muebles y libros. Pero ¿acaso los libros, sus criaturas más queridas, son objetos inanimados para el profesor Kien? Hacia el final, hay largos diálogos entre Kien y su hermano, en los que el sinólogo reinterpreta audazmente los mitos clásicos. En general, el lenguaje hiperbólico de esta extraordinaria novela podría calificarse de expresionismo grotesco, con giros crispados y una lógica irreal, pues las interacciones de los personajes son mudables y contradictorias, y si bien la acción parece discurrir en un marco cotidiano, las situaciones histriónicas y surrealistas se suceden continuamente.

Por los rincones del libro, el autor (que posteriormente escribiría varios libros sobre aforismos) desliza cosas muy curiosas. Así, por ejemplo, “hay impulsos ocasionales e inesperados que pueden dar orientación a una vida”, “lo que yo no percibo, no existe”, “el presente es el culpable de todos los dolores”, “al principio era el Verbo, pero ya era, es decir, el pasado existía antes del Verbo”, “el Dios bíblico era un analfabeto. Muchos modestos dioses chinos eran bastante más leídos”.

Aunque en esta gran obra la presencia del ajedrez es marginal, ocupa, no obstante, un considerable espacio en la segunda parte (Un mundo sin cabeza), donde entra en escena otro personaje, Fischerle, un enano que, además de jorobado, es ajedrecista y ejerce de campeón en el tugurio El Cielo Ideal (un delicioso pleonasmo, puesto que supone la existencia de cielos no ideales). Fischerle entrará en contacto con Kien, a quien hace partícipe de su frustrante existencia pues, siendo un gran jugador de ajedrez, no tiene quien le “subvencione” un viaje a América para enfrentarse a Capablanca.

 

Un hombre que no juega al ajedrez no es un hombre. En el ajedrez se ve la inteligencia, se lo digo yo. Un tipo puede medir cuatro metros, pero si no juega al ajedrez es un pelmazo. Yo juego al ajedrez y no soy un pelmazo. Y ahora le pregunto una cosa, si quiere me contesta y si no, no. ¿Para qué tiene cabeza un hombre? Se lo diré antes de que rompa usted la suya, lo que sería una lástima. Tiene cabeza para el ajedrez. ¿Me entiende? Si me dice que sí, perfecto. Si me dice que no, se lo diré otra vez por ser usted. Tengo debilidad por el gremio de libreros. Le advierto que yo lo aprendí solo, no en los libros. ¿Quién cree usted que es el campeón de este local? Apuesto a que no lo adivina. Pero yo le diré el nombre: el campeón se llama Fischerle y está sentado a su misma mesa. ¿Y por qué se ha sentado aquí? Porque es usted un tipo feo.

(…)

Lo extraño es que no juegue usted al ajedrez. Todo el gremio de libreros juega al ajedrez. ¿Qué tiene de raro, siendo libreros? Les basta con coger su manualito y aprenderse la partida de memoria. Pero ¿cree usted que alguno me ha ganado? De los del gremio ninguno: ¡tan cierto como que es usted uno de ellos, si de veras lo es!

 

Posteriormente, Fischerle entrará al servicio de Kien, quien lo “subvencionará” con una importante suma de dinero, aunque el campeón de El Cielo no renuncia a seguir desplegando sus habilidades y trapicheos de buscavidas, con el propósito de conseguir más financiación para su sueño, empeñando lotes de libros del profesor a sus espaldas.

 

Rápido y seguro, éste (Fischerle) reconstruía la partida paso a paso, deteniéndose donde se había cometido el error. Y aquel era también el punto de partida de su embuste. Un segundo embuste le permitía, con la misma desvergüenza, llevar a su adversario a la victoria. Atónitos y sin respiración, todos seguían sus jugadas. Las chicas le acariciaban la joroba y le besaban la nariz. Los muchachos –incluso los de buen ver, que poco o nada sabían de ajedrez–, aporreaban los tableros de mármol con el puño y proclamaban, con sincera indignación, que era una infamia que Fischerle no fuera campeón mundial. Vociferaban tanto que enseguida recuperaban la simpatía de las muchachas. A Fischerle aquello le daba igual. Fingía una total indiferencia ante los aplausos y se limitaba a comentar, en tono seco: “¿Qué esperabais? Yo soy un pobre diablo. ¡Si alguien me diera una fianza, mañana sería campeón del mundo!”. “¡Hoy mismo!”, gritaban todos al unísono. Y aquello ponía fin al entusiasmo.

 

Sus desbordantes ensoñaciones llevan a nuestro ajedrecista a imaginar situaciones como ésta:

 

Cuando los insultos pierden su eficacia y él, con un brazo fuera de la cama, se siente hasta la coronilla de la policía, recuerda unas cuantas partidas de ajedrez. Son lo bastante interesantes como para retenerlo en la cama, aunque el brazo cuelgue fuera, listo para saltar. Juega con más prudencia que de costumbre, pensando ciertas jugadas con una lentitud casi ridícula. Como adversario elige a un campeón mundial. Le va dictando las jugadas con orgullo. Un tanto sorprendido por su obediencia, cambia al antiguo campeón por uno nuevo, pero éste también le aguanta muchas cosas. A decir verdad, Fischerle está jugando por los dos. El otro no encuentra mejores soluciones que las que el pequeño le impone, asiente con actitud sumisa y, pese a ello, acaba recibiendo una paliza de órdago. La escena se repite varias veces hasta que Fischerle exclama: “¡Me niego a jugar con un cretino así!”, y saca también las piernas fuera de la manta. Luego pregunta: “¿Un campeón mundial? ¿Dónde está? ¡Lo que es aquí no hay ninguno!”.

 

Las ensoñaciones y delirios prosiguen y más adelante hay nuevas referencias al ajedrez. Fischerle se encuentra con Capablanca.

 

Luego se marcha a un país remoto: Estados Unidos. Allí busca al campeón mundial, Capablanca, y le dice: “¡Lo he estado buscando!”, deposita su apuesta y juega con él hasta dejarlo hecho polvo. Al día siguiente, la foto de Fischerle aparece en todos los periódicos.

(…)

Pero ¿de dónde sale este judío que ha vencido triunfalmente a Capablanca? El primer día deja al público en suspenso. Los periódicos querrían informar a sus lectores, pero no saben nada. Los titulares anuncian: “El enigma del campeón mundial”.

(…)

…no estaría mal llegar a América mejor equipado. Sólo se va una vez a América. Y un campeón mundial no puede presentarse como un mendigo; campeón aún no era, pero lo sería, y la gente podría decir que si llegó con las manos vacías, para qué dejárselas llenas; mejor le quitamos todo. Pese a su título, Fischerle no se siente nada seguro en América.En todas partes hay ladrones y allí todo es gigantesco.

 

La vida de Kien es un auténtico caos. Prácticamente secuestrado por su esposa y el conserje del edificio, apenas encuentra fuerza de ánimo para enviar este telegrama: “Estoy totalmente chiflado. Tu hermano”. Georges, el hermano, un ginecólogo reconvertido en psiquiatra-encantador de serpientes, acude en su rescate y eso dará lugar a una serie de discusiones intelectuales en las que Kien lo menosprecia. Al erudito sólo le preocupan sus investigaciones sobre lenguas orientales. “Dentro de cincuenta años, el gobierno chino lo honrará con una estatua. Niñitos de ojos rasgados y piel lisa jugarán en una calle que llevará su nombre”.

Canetti publicaría posteriormente cuatro volúmenes de memorias, en las que, además de recrear el mundo centroeuropeo de entreguerras, retrata a destacados personajes de la cultura y, sobre todo, su obra capital, el ensayo Masa y poder, a la que dedicaría varias décadas. En 1981 fue distinguido con el Premio Nobel de Literatura.

Auto de fe fue su única novela.

 

 

[1] Die Blendung. Traducción de Juan José del Solar.

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