En 1982 Julian Barnes pasó unos días con su famoso colega Arthur Koestler, en la granja que éste poseía en la campiña inglesa. Durante esa visita ambos escritores disputaron un match de ajedrez a cinco partidas. Era el último año de vida de Koestler y su esposa Cynthia, que se suicidaron poco después.
Barnes menciona la decadencia física de Koestler, aquejado de un Parkinson, y recuerda que su admirado amigo era «alguien que había asistido, como cronista, al match Fischer-Spassky en Reykjavik.»
La crónica de aquellos días es extensa, y fue publicada en El europeo, en 1990.
Sólo transcribiré los últimos párrafos:
Ha llegado la última partida del encuentro, la decisiva. Yo tengo treinta y seis años y disfruto de muy buena salud; él tiene sesenta y siete y está muy enfermo; estamos dos a dos. Tal vez Arthur no vuelva nunca más a jugar al ajedrez. Quizá yo debiera perder, quizá debiera cometer una metedura de pata voluntaria. Como todo jugador de ajedrez, Arthur disfruta cuando gana, y detesta perder: es evidente que, por gratitud hacia su obra, por puro cariño, debería perder la última partida.
Al cabo de sólo un par de movimientos, esa clase de ideas me parecen puro paternalismo injustificado y fuera de lugar. ¿Acaso algún jugador de ajedrez se ha dejado vencer alguna vez? El ajedrez es un juego de agresividad cortés (y por ello muy adecuado para el carácter de Arthur), pero la cortesía y su reglamentación no hacen sino subrayar la agresividad (…)
Pierdo la torre y un peón por su torre y, aunque sigo disponiendo de un alfil frente a su caballo, me lleva tres peones de ventaja. Ya no puedo hacer nada. Abandono. 3-2. (…) Después, a pesar del resultado, no me siento deprimido: ha sido una partida fluctuante, violenta, excéntrica, en la que los dos teníamos posibilidades y yo he jugado tan bien como he sabido. La victoria de Arthur hace que, teniendo en cuenta las circunstancias, sienta por él una generosa admiración (…) Durante la cena, cambia de conversación para comentar con melancolía: «Naturalmente, hoy en día rindo un cincuenta por ciento de lo que rendía en tiempos jugando al ajedrez.»
El fuerte tirón de la vanidad, como broche final… ¿Qué jugador de ajedrez no tiene un amor propio arraigado?
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