otros temas, junio 8, 2017

La cenicienta del ring

James J. Braddock, la cenicienta del ring.
James J. Braddock. Ilustración de Idearte para AG.

A Brais Rodríguez Gude

Un perdedor es un triunfador al revés

El día de San Antonio de Padua, todas las iglesias católicas de Nueva Jersey estaban atestadas de irlandeses. Los fieles no habían acudido para honrar al santo, aunque ese fuese un efecto colateral, sino para elevar sus plegarias a Dios, suplicándole que amparase a su vecino, amigo e ídolo, Jimmy Braddock.

El destino le había jugado una mala pasada a Jimmy: una lesión le había retirado de la escena y la gran depresión que reinaba en el país lo había desterrado de las filas de los seres dignos, sumiéndolo a él y a su familia en tiempos dramáticos y tenebrosos.

Pese a la adversidad, nunca se sintió tentado por la delincuencia y cuando su hijo pequeño robó un salchichón en una tienda de comestibles, le obligó a devolverlo y excusarse ante el tendero. “La vida es dura, sí, pero nosotros no robamos”, le dijo al niño, y añadió: “Nunca”.

Pero sí se vio obligado a pedir limosna. Fue una sola vez, en la que se dejó caer por el Garden, suplicando a sus amigos y conocidos unos dólares que le permitiesen pagar la factura del gas, y poder llevar de nuevo a casa a sus hijos, confiados provisionalmente a unos familiares para preservarlos del frío.

En esos cinco años de miseria, había trabajado de estibador en los muelles y en todo tipo de chapuzas, al principio incluso con el vendaje de su mano herida enmascarado en pintura, a fin de poder conseguir un mal jornal con que hacer guiños a la miseria.

James J. Braddock

Pero el destino le daba ahora una nueva oportunidad y, tras esos años de sufrimiento y penalidades, James Braddock debía enfrentarse ese día a Max Baer en el Madison Square Garden, por el campeonato mundial de boxeo.

Braddock, apodado Cinderella Man (el hombre cenicienta), sólo había disputado dos combates en lo que debía ser su regreso efímero al ring. En realidad, era un apaño, un recurso de los organizadores, que se habían quedado sin el púgil adecuado. Las apuestas… Bueno, lo cierto es que no había apuestas acerca del desenlace del combate, sólo acerca de su duración, del asalto en que sería noqueado el irlandés, por quien nadie daba un solo duro. Muchos opinaban que la bestia Baer podía matarlo, como ya había hecho antes con dos púgiles que, por cierto, se encontraban en forma antes de besar la lona.

Para llegar a ese combate decisivo, le favorecieron varias circunstancias. Entre ellas, una avasalladora fuerza de voluntad y el insoportable dolor de ver a sus hijos consumidos por el hambre. Pero ¿puede llamarse circunstancia a la miseria, al hecho mismo de estar instalado en la miseria?

En un combate interminable, asestando y recibiendo golpes por doquier, con los que él y el campeón se machacaron hasta la extenuación, Braddock venció a los puntos, y por decisión unánime de los jueces, a Baer, arrebatándole el título mundial de los pesos pesados. Su determinación había hecho saltar a la gloria a un hombre maltratado por la vida. Era el 13 de junio de 1935.

Al año siguiente, caería ante el mítico Joe Louis, el bombardero de Detroit, tras haberlo tumbado en el primer asalto. Louis dijo de él que era el hombre más valiente con que jamás se había enfrentado.

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