literatura, noviembre 16, 2010

CHAPLIN Y RESHEVSKY

En su autobiografía, Charles Chaplin narra su encuentro con el entonces niño prodigio Samuel Reshevsky:

«Durante el montaje de El Chico, Samuel Reshevsky, que a los siete años era campeón infantil de ajedrez del mundo (sic), visitó el estudio. Iba a hacer una exhibición en el Athletic Club, jugando contra veinte adversarios al mismo tiempo, entre los que se encontraba el Dr. Griffiths, campeón de California. Tenía una carita delgada, pálida y concentrada, con unos grandes ojos, que miraban retadores cuando se entrevistaba con la gente. Me habían advertido de que tenía un carácter algo esquinado y que muy raras veces daba la mano.
Después de que su representante nos hubo presentado y dicho algunas palabras, el niño me contempló en silencio. Continué haciendo el montaje y examinando los rollos de la película.
Al cabo de unos instantes me volví hacia él:
–¿Te gustan los melocotones?
–Sí –contestó.
–Bueno, pues tenemos un árbol cargado de ellos en el jardín. Puedes trepar a él y coger alguno, y de paso traerme otro para mí.
Se le iluminó la cara:
–Oh, estupendo. ¿Dónde está el árbol?
–Carl te llevará –dije, refiriéndome a mi agente de publicidad.
Quince minutos después regresó, alborozado, con varios melocotones. Aquél fue el comienzo de nuestra amistad.
–¿Sabe usted jugar al ajedrez? –me preguntó.
Tuvo que confesar que no.
–Yo le enseñaré. Venga a verme actuar esta noche. Voy a jugar con veinte contrincantes a la vez –me dijo con orgullo.
Le prometí que iría, y le dije que después le invitaría a cenar.
–Muy bien. Terminaré enseguida.
No era necesario tener un profundo conocimiento del ajedrez para apreciar el interés de aquella noche: veinte hombres de mediana edad contemplaban atentamente sus tableros de ajedrez, colocados ante un dilema por un niño de siete años, que incluso aparentaba menos edad de la que tenía. El observarle, situado en el centro de las mesas, colocadas en forma de U, su ir y venir de un tablero a otro, era ya un espectáculo en sí.
Había algo irreal en la escena, mientras el público, compuesto de trescientas personas o más, permaneció sentado, en dos filas, a ambos lados del local. Contemplaba en silencio a un niño que se devanaba los sesos, enfrentado a hombres maduros. Algunos habían adoptado una actitud condescendiente. Estudiaban su tablero con sonrisas parecidas a la de Mona Lisa.
El niño era atractivo y, sin embargo, me conturbaba el ánimo, pues mientras contemplaba aquella carita concentrada, que se ponía roja y después blanca, tuve la impresión de que pagaba un elevado precio derrochando su salud.
–¡Ven aquí! –le decía un jugador.
Y el niño se dirigía hacia él, estudiaba el tablero durante unos segundos y luego, bruscamente, movía una pieza, o decía: ‘¡Jaque mate!’ Y estallaba la risa en el público. Le vi dar jaque mate a ocho jugadores en rápida sucesión, lo cual produjo entre el público más risas que aplausos.
Ahora estudiaba el tablero del Dr. Griffiths. El público permanecía en silencio. De repente, movió una pieza, luego se volvió y me vio. Su cara se iluminó y me hizo una seña con la mano, indicándome que no tardaría mucho en terminar.
Después de dar jaque mate a otros cuantos jugadores, volvió ante el Dr. Griffiths, que seguía aún profundamente concentrado.
–¿Todavía no ha movido? –dijo el niño con impaciencia.
El doctor contestó que no con la cabeza.
–Oh, vamos, dése prisa.
Griffiths sonrió.
El niño lo miró con orgullo:
–¡No puede usted derrotarme! ¡Si juega usted aquí, yo jugaré ahí! ¡Y si usted jueg en esta forma, yo moveré así! –enumeró con rapidez seis o siete posibles jugadas. Nos vamos a pasar aquí toda la noche, así es que digamos que hemos hecho tablas.
El doctor asintió.»

Mi autobiografía
Charles Chaplin
Debate (1989), pp. 259-260.
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