En todo tiempo y lugar se ha responsabilizado al blanco y al negro de simbolizar la lucha entre el bien y el mal, la luz y las tinieblas. La simbología ha hecho estragos entre sus hijos más pertinaces, y los perseguidores o rastreadores de símbolos no dejan títere con cabeza en su afán por trascender cada signo que cae a su alcance.
Aunque aceptásemos esa teoría -que no es el caso-, hay que decir que en ajedrez el blanco y el negro no tienen la exclusiva y que, por tanto, difícilmente pueden simbolizar nada. Ni siquiera son los colores oficiales de piezas y casillas, por más que, convencionalmente, se haya establecido que «blancas» y «negras» son el nombre de los dos bandos. Pero no siempre ha sido así y lo es mucho menos ahora. Entre los árabes, las piezas eran de color rojo y marfil, lo mismo que reflejan las miniaturas del códice de Alfonso X. Un autor rabino de nuestro país, R. Jedaiah, indica, en su libro Delicias del Rey, que el tablero está compuesto por casillas alternativas de color rojo y negro:
Para jugarle debe hacerse en tablero cuadrado, dividido en 64 divisiones o casas, de dos distintos colores, que por lo regular son encarnado y negro (…)
Actualmente, con el advenimiento de los diseños tecnológicos, en cualquier programa de juego puede el usuario elegir diversos colores a la carta, y lo mismo puede decirse en las centrales de juego por Internet, donde las piezas pueden adoptar diversas formas y colores. También los fabricantes de juegos y tableros se han mostrado versátiles en este aspecto, aunque casi toda su gama oscila en torno a negro y blanco (distintos tonos de marrón y marfil, etc.). En realidad, podemos concluir que la única razón por la que hay dos colores opuestos en ajedrez obedece exclusivamente a una cuestión de sentido común: para poder distinguir perfectamente unas piezas y unas casillas de otras.
En el terreno de las inclinaciones personales (y no en lo que se refiere a las piezas o tablero), la preferencia por un color u otro es cuestión aleatoria y perfectamente lícita. Así, gracias a los cuestionarios estándar de la revista holandesa ‘New in Chess’, nos enteramos, por ejemplo, de que el color preferido por Maia Chiburdanidze es el verde esmeralda, de que el que más le gusta a Vlastimil Hort es el amarillo, o de que Antoaneta Stefanova y Joel Benjamin se inclinan, respectivamente, por el blanco y el púrpura.
Aunque no existe un consenso general al respecto, los investigadores de la mente humana (Freud y Cía.) tienden a afirmar que soñamos en blanco y negro. Ahora bien, en su libro Los siete pecados capitales del ajedrez, el GM y campeón británico Jonathan Rowson cuenta que un estudiante de arte de Edimburgo le dijo que:
…en su cabeza los alfiles eran de un rosa fluorescente y que los caballos (de ambos bandos) eran verde esmeralda, y aunque puede que yo sea crédulo, estoy seguro de que no bromeaba. Seguramente el ajedrez le sirve de inspiración para su trabajo artístico y tan vívidas imágenes visuales sin duda tenían un gran valor para él.
¿Rosa fluorescente, verde esmeralda? Se diría que nos hablan bajo el influjo de alguna experiencia alucinógena. Como he tenido el honor de traducir dicho libro al castellano (y ser, por tanto, parte interesada) no puedo hablar de los méritos de éste, que los tiene. Sin embargo, nada me impide ser crítico y señalar dos pecados, aunque veniales en este caso. El primero es que Rowson, hombre de sólida formación cultural, pretende apabullar al lector con una legión de citas, típico error del autor novel. El segundo es que cae en la tentación de ser demasiado original. La originalidad es un don creativo, pero no se es original por prender con alfileres unos cuantos argumentos cogidos al vuelo. En este punto el empacho cultural puede actuar como un bumerán, afán de lesa originalidad con calzador en el que vuelve a caer Rowson en su nuevo libro Ajedrez para cebras, y en el que, si las referencias multiculturales resultan, en cierto modo, sugestivas, el exhibicionismo intelectual del autor no significa que las tesis del libro sean realmente originales.
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Publicado en JAQUE nº 638, pp. 53-54.
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Publicado en JAQUE nº 638, pp. 53-54.
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