literatura, diciembre 13, 2013

DADOS A LA DERIVA (3)

7
 
Te diré quién era Sherbakov. Sherbakov era un clochard, un vagabundo. En su otra vida había jugado una o dos finales de nuestro Campeonato, ya sabes, el Campeonato de la Unión Soviética. Tenía un gran talento, pero, en fin, la bebida… Se fue por esos mundos de Dios. Un día fui a parar a un café de París, recalada de noctámbulo sin sosiego. Y resultó que el café en cuestión era guarida obligada de los jugadores de ajedrez: Blitz y todo eso. Pues bien, los jugadores con cierto dinero, habitualmente los más flojos (que pretendían realizar algo así como un máster con un experto) anhelaban ver aparecer a Sherbakov, porque si por un lado el talento y maestría de éste los dejaban a años luz ante el tablero, por otro su dinero los confortaba y les permitía decirse a sí mismos que, en definitiva, Sherbakov era un pobre diablo y ellos unos triunfadores… Sherbakov (dos metros de alto, gabardina raída y «trompa» perpetua) se dejaba caer en un rincón y no tardaba en ser requerido a jugar. Gentilmente, el desafiante de turno le invitaba a lo que quisiera y Sherbakov, invariablemente, pedía un sándwich-de-champagne, que no era otra cosa que un bocadillo de jamón con mantequilla en pan de centeno, junto, claro está, con una copa de burdeos. Jugaba, aun comiendo, a un ritmo frenético o, mejor dicho, mecánico, sistemático, pero tremendamente efectivo. Era imposible que ejerciese ningún tipo de control crítico sobre las posiciones, pero su intuición, su habilidad y, sobre todo, su tremenda técnica siempre le permitían salir airoso. Seguro, eficiente, perfecto en el desplazamiento de las piezas: plac, plac, plac. Si se equivocaba, el error podía ser hasta de bulto, pero movía realmente la pieza que quería mover y el alcohol y su embrutecimiento personal no eran obstáculos para ello. «Contre!», pronunciaba en plena apertura, con lo cual se doblaba el envite (doble o nada), es decir, si su adversario no se rendía en el acto, la partida valdría el doble a partir de ese momento. Cuando eso se hacía en la cuarta o quinta jugada (¡a veces en la primera!) hay que suponer con qué ánimo podía nadie abandonar la lucha… Perdía, cómo no, alguna que otra partida, pero ganaba muchas, en proporción de cinco o seis a una, y entonces los francos acudían a su bolsillo, al único bolsillo que no tenía roto, para garantizarle una hermosa borrachera a lo largo de una buena estación, digamos dos o tres días, durante los cuales viajaría, en un rincón anónimo, por el reino de los sueños. Ese era el gran Sherbakov.
 
 
8
 
–¿Steiner?
–Sí.
–Steiner, ha ganado usted en París con toda la autoridad del mundo. Enhorabuena. Es lo mejor que podía pasarnos y es más de lo que esperábamos. Ahora partiremos a la conquista de América.
–¿Pero el match no iba a jugarse en Portugal?
–Sí, bueno, empezaremos… quiero decir que el match se iniciará el 13 de abril en Estoril… ¿Qué le parece el ripio, eh? ¿No le dice nada la fecha? Bien, ya sabe que el campeón nació un 13 de abril y que también en ese mes y en Estoril murió el gran Alekhine. Mataremos dos pájaros de un tiro. Por otro lado, explotaremos el tema de la numerología para el mercado, que como todo el mundo sabe se basa exclusivamente en numeritos. Cinco partidas en Portugal, para rematar con las otras cinco en La Gran Manzana…
–¿Nueva York? ¿Es eso definitivo?
–Sí, señor. Hemos conseguido interesar sustancialmente a los americanos, ya sabe, el viejo sueño. Todo el mundo colaborará: la mayor agencia publicitaria de Estados Unidos, la Federación USA, las autoridades federales y del estado, una firma de merchandising para vender a los aficionados todo tipo de artículos de ajedrez… hasta un programa electrónico ya bautizado, Imperator, y, claro está, nosotros.
–¿Cuánto tiempo de intervalo habrá entre Estoril y Nueva York?
–Bah, una semana, cuestión de cruzar el charco y de que usted descanse un poco. No podemos dormirnos, ni permitir que los medios de comunicación pierdan el interés.
–¿Y el premio?
–No se preocupe. Todo está en orden: más de cinco millones de dólares. Si usted gana, se llevará tres millones. ¿Qué le parece?
–Muy bien. Ahora, escúcheme usted: necesito que envíe inmediatamente a Oslo el cincuenta por ciento de lo acordado.
–¿Por qué a Oslo? No me diga que es la ciudad de sus sueños.
–No. Usted haga lo que le digo, sin trucos y sin demora.
–Cuente con ello. Deme los datos y mañana mismo transferimos el importe.
–Está bien.
–Cuídese y cuide su preparación.
–Dentro de unos días me iré a Lisboa para aclimatarme. Me llevo a Kramlik como analista.
 
 
9
 
Steiner tenía su analecta de partidas de ajedrez. Era un coleccionista secreto y refinado. Su colección era atípica. No podría bautizarse como «las mejores partidas de la historia», ni «los más espectaculares ataques», ni con ninguna otra etiqueta habitual. Su colección aglutinaba las más diversas partidas, juegos de los más variados protagonistas (muchos de ellos desconocidos), que convivían porque tenían un rasgo en común: una idea o el atisbo de una idea extraña, o mejor aun, extraordinariamente extraña.
De natural sosegado y discreto, Steiner experimentaba de repente impulsos pasionales en las más curiosas situaciones. Le sucedía de tarde en tarde con sus amantes, con sus amigos, con desconocidos.
En los largos viajes en tren, cuando su equipo debía participar en alguna competición, la mejor forma de pasar el tiempo era compartir con sus compañeros una larga sesión de partidas rápidas. Para ello bastaban un tablero con sus piezas, un reloj y un inmenso termo de té. En una ocasión, camino de Moscú, se encontraron con que el tren estaba casi repleto. Pero Steiner buscaba afanosamente un departamento libre en el que sus compañeros y él pudiesen disfrutar de su pasión favorita. Llegaron hasta uno, sólo ocupado por un hombre gordo, de aspecto rudo, que se disponía a comer apaciblemente: cortaba con ahínco un salchichón, mientras mantenía sobre sus rodillas una hogaza de pan, todo sobre un periódico extendido a guisa de mantel. Tenían sitio allí, pero la presencia del hombre incomodó a Steiner quien, sin pensárselo dos veces, le apuntó imperiosamente con su dedo índice: «¡Usted!», le dijo con un tono autoritario que nadie le había conocido, «¡fuera!», y el dedo describió una rápida línea que conducía a las profundidades del pasillo. El mensaje no admitía réplica. El hombre, con un susto mayúsculo, interrumpió en un segundo su comida, recogió en un santiamén los bártulos y abandonó el departamento como alma que llevase el diablo. Ante la violencia del gesto, algunos jugadores se habían retirado prudentemente a un segundo plano, no sin antes abrir la boca de asombro. Pero no dijeron nada. El campo estaba vacío. Steiner tampoco dijo nada y, sin inmutarse, fue abriendo parsimoniosamente el estuche de las piezas: eran las mismas y el mismo cofre del buque abandonado en el golfo de Riga.
(continuará)
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