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No, yo nunca he creído en todo ese misticismo oriental, en la pretenciosa sabiduría de su estatismo, pasividad y reflexión filosófica. Siempre he creído, por el contrario, en la dialéctica, en lo que se mueve, en la acción, por más que yo haya sido siempre un hombre poco activo. Pero sí creía y creo en la energía de los desplazamientos mentales, en algunos lemas de occidente, como el carpe diem latino, en el momento cambiante de las cosas, la contradicción, la lucha y hasta en la depresión, como signo último de la recóndita condición humana. Creo en todo eso y no puedo creer en los sistemas ideológicos replegados sobre sí mismos, impermeables a la contradicción. En realidad, apenas creo en otra cosa que en la vida, incluso con sus enormes dosis de tristeza… En fin, no me hagas mucho caso.
La diferencia, Boris, entre la concepción actual del ajedrez, la forma de jugar en nuestros días y la concepción de mediados de siglo, radica en la enorme flexibilidad con que se afrontan ahora las posiciones del medio juego y aun de apertura. Según el enfoque clásico, tal o cual variante de apertura tenía una determinada calificación, un leitmotiv y del que nadie se atrevería a apartarse, so pena de ser señalado con el dedo. Tarrasch o Capablanca jugaban de cierta manera una línea del Gambito de Dama, y así había que jugarla. Incluso en los años cuarenta la forma de jugar de un Alekhine o de un Flohr no distaba mucho de esa idea. Se habla mucho del dinamismo que contenían los esquemas de Alekhine, pero en realidad hoy sabemos que era un dinamismo estereotipado, poco permeable y basado exclusivamente en conclusiones técnicas obvias. Una variante tenía determinada reputación y esa reputación, como ahora, podía modificarse a medida que avanzase la teoría, pero siempre, óyeme bien, siempre bajo la premisa de que «en la variante X las blancas tienen que atacar en el flanco de dama» o «en la variante tal las negras tienen una posición sólida haciendo esto y lo otro». Hoy todos los jugadores destacados han incorporado a su mente una enorme versatilidad, y eso les permite luchar en cada apertura sin apenas prejuicios: están listos para cambiar sus ideas sobre la variante, quizá incluso sobre la marcha, si se conjugan factores nuevos o extraños. Donde antes se producía un ataque directo por sistema, ahora pueden cambiarse damas sólo para entrar en un final superior, o quizá aceptar un peón envenenado para mantenerlo en una defensa heroica, basada en colosales conocimientos teóricos. Yo lo resumiría diciendo que mientras antes en la variante A o B inevitablemente debería suceder tal cosa, ahora en la variante A o B puede pasar de todo.
Quiero decirte algo, Boris. Lo que cuenta es el impulso. Estoy seguro. Lo único que verdaderamente cuenta es el impulso que te inspira. El problema de un jugador de ajedrez, suponiéndosele por descontado el talento, consiste en que es capaz de condensar el máximo de energía interna posible para, llegado el momento, desplegar el impulso que le guía, su impulso.
El ajedrez no es un ejercicio de lógica. En alguna época pensé que el ajedrez se regía por las leyes de la lógica, no de la lógica al uso, por supuesto, sino de una lógica especial, única y exclusivamente ajedrecística. Hoy no lo creo así. Creo que el impulso que mueve y conduce al jugador al triunfo está muy por encima de las simples consideraciones lógicas o incluso científicas del ajedrez. Un plan puede ser perfecto y estrellarse una y otra vez contra la voluntad superior del enemigo, contra su conciencia superior del juego. Has oído hablar de las bestias negras de un jugador. Todos las hemos tenido, hasta los más grandes campeones. Tal perdía con Korchnoi y con Keres. Bronstein con Spassky. Spassky con Stein. Botvinnik con Petrosian. ¿Cómo definir el asunto de la bestia negra? Si inyectas al juego tu conciencia volitiva, tu impulso, la absoluta certeza de que vas a ganar, no hay defensa posible contra tu plan: la estrategia deja entonces el lugar a tu esplendorosa táctica y las piezas se mueven por el tablero como por arte de magia, sin que nada pueda detenerlas. Este punto está controlado por el enemigo. No hay problema, no lo está realmente para mis piezas. No hay huecos en la posición enemiga: sí los hay para mis bravas huestes. Mi alfil, mi caballo, hasta mi dama pueden sacrificarse para dar paso al peón justiciero que dará mate en la séptima fila. Créeme: cuando la inspiración hace cuerpo contigo, cuando comprendes la verdad del ajedrez, todo se ilumina para ti, mientras que tu oponente sólo encuentra sombras en su campo. Y esas sombras se llaman dudas, la duda. Y cuando un ajedrecista duda, está contra las cuerdas, está irremediablemente perdido.
Sólo te diré una cosa más: si consigues sobrevivir a la sensación de endiosamiento que se tiene cuando eres campeón, si sabes sobrevivir a la todavía peor que sigue a la derrota, cuando ya no eres campeón, es que habrás aprendido a vivir, asumiendo con inteligencia tu condición de ajedrecista, de pequeño demiurgo. De lo contrario, te meterás de cabeza en el caos que supone la frustración de no comprenderse a sí mismo.
(continuará)
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