13
Me llamo Steiner y mi nombre no me importa. Soy ajedrecista. Tampoco me importa mi vida, ni el éxito. Tengo enfrente a mi enemigo, apenas a un metro. Percibo su aliento, su transpiración, su ansiedad. Sé que si pierde se derrumbará y no lo deseo. Sé que para él se trata del fin del mundo. Cara o cruz, todo en una partida, como si fuera la última. En realidad, ironía, no es imposible que sí sea mi última partida. No quiero jugar más, no quiero demostrar nada. Amo el ajedrez, el damasquinado del tablero, el movimiento armonioso e increíble de las piezas. Para mí, jugar al ajedrez es buscar la perfección. No me refiero a la perfección persona (¡vaya tontería!), sino al trabajo bien hecho, perfectamente ejecutado, que se acerque a la obra de arte. No es una idea nueva… En ese sentido me siento más cerca de Alekhine que de ningún otro. Como ajedrecista, no como persona. Como persona, pretensiones aparte, me considero vulgar. Gane o pierda, sé muy bien que para la sociedad en que vivo siempre seré un fracasado, un perdedor, como ahora se dice. No se puede ganar cuando a uno no le preocupa ganar. No es justo, es algo casi contra natura. Está pensando en el sacrificio del alfil y en la ruptura en el flanco de dama. No puede evitar ambas cosas. Tampoco está claro que el sacrificio gane, pero le preocupa. Sí, parece que le preocupa mucho. No sé por qué. ¿Por la bolsa? No hay que ser muy fuerte en matemáticas para saber que la diferencia entre dos tercios y un tercio del premio es sustanciosa, pero qué más le da a él, si se ha pasado la vida acumulando millones… ¿Por el prestigio? ¿Qué prestigio? Ser el mejor ajedrecista del mundo puede disparar la soberbia de algunos, pero no deja de ser baladí. El sacrificio definitivamente parece fuerte, aunque la variante del cambio de damas me obligará a jugar un final laborioso con mucha resistencia de su parte pero, claro está, no puede hacerle demasiada gracia jugar un final teóricamente perdido… ¿Dónde estará Marina? Hace meses que no recibo mensajes de ella y cuando la llamo nadie contesta al teléfono. No creo que tenga muchas ocasiones de volver a verla. No estaría mal que pudiera dedicarle este triunfo pírrico porque, en cualquier caso, así habrá que considerarlo, ya que, aunque pierda, el veterano Steiner habrá vuelto a escena con todos los honores… Qué estupidez: siempre he jugado igual. La diferencia entre estos quince años que me he pasado entrenando y escribiendo sobre ajedrez es que le han dado firmeza a mi pulso y el tablero siempre ha tenido 64 casillas. Parece que el jugador durmiese en cada una de ellas, que las conoce de memoria: f7, la electrizante debilidad; d4 y e4, dos protagonistas de color opuesto que se complementan; f3, la salida por excelente del caballo de rey blanco; a2, la casilla «tonta» que siempre hay que vigilar cuando te has enrocado largo; e5, la cabeza de puente para un caballo blanco; c7, el desarrollo ideal de la dama negra en la Siciliana; e6 y h7 (e3 y h2), los puntos que piden a gritos un sacrificio conluyente… ¿Por qué no habrá venido Marina? Creo que estaría contenta si yo ganase. A ella le preocuparía más que a mí mi supuesto amor propio, «el orgullo del campeón», algo que yo nunca he sentido hasta ese extremo. En una época resultó agradable: mi mujer y mis amigos se alegraban, se ponían casi eufóricos. Yo, en cambio, no sentí grandes sensaciones. Simplemente, fue agradable. Todos contentos. Las presiones de los periodistas y los aficionados tampoco me gustaron mucho. Era agobiante. Pero el mundo, por lo visto, necesita «héroes», aunque Galileo no compartiese esa idea («Ay del pueblo que necesita héroes»), pero, en fin, ya sabemos lo bien que encajó Galileo en su tiempo… El sacrificio parece verdaderamente irrefutable y el campeón va a hundirse en su pequeño destino: un drama irrisorio que él elevará a categoría de auténtica tragedia, y todo porque otra combinación de circunstancias, exterior, ha hecho que lleguemos a una posición en la que ni él ni yo ejercemos un estricto control de la lucha: un barco a la deriva cuya ruta yo habré dirigido mejor… Así sucede todo: nunca hay, en realidad, vencedores ni vencidos, pero el mundo exige que los haya. Una múltiple carambola del azar (claro que los dados nunca abolirán el azar, porque azar y dados son una misma cosa y concepto en el mundo que los creó: el árabe), que sin duda aprovecharé: ganaré la partida y el título mundial. ¿Y qué? ¿Acaso seré mejor de lo que soy? La respuesta es obvia, pero… Este dolor del pecho se va haciendo cada vez más intenso, más… ah…
–¿Le pasa algo?
–¡Árbitro!
–Dígame.
–¿Hay alguna razón por la que el campeón del mundo pueda permitirse hablarme?
–Bueno… ¿Está usted bien?
–No. Conteste a mi pregunta.
–No, ustedes no pueden dirigirse la palabra durante la partida.
–Está bien, pues dígaselo.
Siento un dolor punzante, no puedo respirar bien, pero ya estoy habituado. Sólo quiero que este tipo de enfrente firme la planilla y todo estará en orden… Al llegar al hotel me tumbaré, no hablaré con nadie durante días y me sentiré todo lo bien que pueda sentirme… Este tipo, el campeón, encarna mucho de lo que odio: la ambición, al prepotencia, el ansia desmedida por imponerse a los demás (¿imponerse? Qué eufemismo: mejor sería decir pisotear a los demás), la avidez por amasar billetes de banco, como único valor tangible al que miran con respeto: la conquista de la realidad, en suma… porque, ¿cómo, si no, se explica que siempre tenga respuesta para todo? Se diría que desde que existimos es el único ser humano que tiene la clave del universo, un dios en la tierra… ¡Dichoso y pobrecito a la vez! ¡Qué petulancia en sus gestos! Surgen con tanta naturalidad, se dibuja tan bien en ellos el desdén… Y es que, claro, somos todos tan idiotas a sus ojos… Una vez surgió de alguna parte el son de mi pieza favorita, Dear Old Stockholm: me emocioné. Entonces el soplido de Miles Davis era límpido, no se apoyaba en las muletas de la tecnología… Hablando de tecnología, estos malditos tableros electrónicos, tanta luz, tanto muro de metacrilato y el circo en que nos han metido… Cómo me habría gustado jugar en aquellos casinos decadentes en que jugaban Capablanca y compañía… ¿Cuándo fue la última vez que me emocioné? Seguramente la última vez en que mi mujer, acariciándome la cabeza, me dijo: «Descansa.» Aún conservo la estilográfica que me regaló. Nunca he escrito con otra cosa: ni máquina de escribir, ni ordenador, ni siquiera un mal bolígrafo. Soy un anticuado, lo sé. Las voces triunfales del mundo retumban a mi alrededor. Estoy cansado. Sólo quiero rematar mi faena y regalarle a Marina un deslumbrante cheque para acabar con la angustia de sus carencias económicas. Así podrá disfrutar de las bonitas cosas materiales que el mundo encierra. ¡Dichosa ella que aún tiene ilusiones! Desde que el mundo no existe para mí, desde que mi mujer murió y el mundo real es absolutamente irreal para mí, no soporto ver a nadie. Sólo quisiera retirarme a algún lugar de Cornualles o Bretaña y respirar el aire del mar, sin pensar en nada. No quiero ver a nadie, no quiero ver ni escribir a los pocos amigos que me quedan: para qué… La maquinación inconsciente del reloj, el péndulo feroz que amenaza como una letal guillotina aunque no suponga la pérdida de la cabeza, sólo el fin capital, la anulación del espíritu: la derrota… Ahhhh…
–¿Qué le pasa a mi padre?
–Se ha desmayado.
Nueva York, 13 de mayo. Titulares de prensa:
«Tragedia en el Mundial de ajedrez: Steiner muere de un ataque al corazón»
«El aspirante tenía la partida ganada, pero perdió el juego de la vida»
«Final infeliz: Steiner es el verdadero campeón»
«Steiner sufrió su último jaque»
+
¿Quieres comentar algo?