Hubo un jugador de ajedrez que sacudió como nadie el tablero damasquinado de las 64 casillas. Su nombre: David Bronstein. En los años cuarenta irrumpió en la escena internacional con una imaginación desbordante y un enorme poderío competitivo, dos cualidades que no siempre van de la mano.
Su padre había sido gerente de un molino industrial. Un hombre que resultó ser más papista que el Papa y, en un alarde de ingenuidad, animó a los obreros a reivindicar sus horas extra… ¡en plena era estalinista! Así que el temible Pepe hizo que lo deportaran a algún lugar de la interminable Siberia, ¡ancha es la estepa!
Han pasado unos cuantos años. Bronstein-padre ha sido liberado de su cautiverio para quedar preso en un mundo sin perspectivas para él: deambula, perdido, por Moscú, mientras Bronstein-hijo es relativamente famoso, aunque tenga que buscarse a diario un lugar dónde dormir. Bronstein-hijo forma parte de la sociedad deportiva Dinamo (¡un refugio en el KGB!), donde hace jogging con Yashine, ‘la araña negra’. Le sugieren que se dirija al todopoderoso ministro X, presidente de Dinamo. La conversación se desarrolla en estos términos:
«¿Qué puedo hacer por usted?»
«Mi padre… (etc.)»
«¿Dónde está ahora?»
«En Moscú.»
«¿Vivo?»
«Sí.»
«Entonces, ¿qué quiere usted de mí?»
Una y otra vez le preguntan al gran maestro de ajedrez: «Cuando usted perdió con Botvinnik el título mundial…» Bronstein se encrespa: «Yo no perdí con Botvinnik.» El resultado fue un empate final (12-12), marcador fatídico para el aspirante al trono mundial que, a falta de dos partidas, dominaba por un punto.
Bronstein sentía la presión del entorno, la simpatía generalizada del establishment por su rival, Botvinnik, que se había integrado (o entronizado) a las mil maravillas en la sociedad soviética, incluso ofreciendo sus triunfos a mayor gloria de Stalin. Pero Bronstein también tenía importantes apoyos: generales, ministros, la simpatía general del mundo y… ¡un nuevo amor! Una mujer que bebía por él los vientos y presenciaba puntualmente las partidas desde la primera fila. Se llamaba Lydia Bogdanova. Una mujer misteriosa que no amaba al gran David por sus éxitos ajedrecísticos, sino por su personalidad humana. «¿Te gustaría que fuese campeón del mundo?», le pregunta B. «Me es indiferente». ¿Puede haber sido ésta una de las claves del fracaso, del déficit de impulso?
Ramon Gamarra 14:14, abril 15, 2015
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