cine, agosto 16, 2016

El reino de las sombras luminosas (1)

A la conquista del séptimo arte

Alguien definió el cine como “un conjunto de luces y de sombras”. Habría que añadir, al menos, que en movimiento. “Séptimo arte”, “fábrica de sueños” son expresiones acuñadas hace tiempo, muy elogiosas para el cine, que han pasado a formar parte del lenguaje universal. No hace mucho que el cine cumplió su primer centenario. Es, por tanto, un recién nacido en comparación con el ajedrez. Pero éste no ha salido malparado de su relación con el nuevo arte. ¿Por qué el interés de la industria cinematográfica en el juego rey?

Para empezar, el cine comenzó siendo blanco y negro y mudo, de modo que es posible establecer ya una primera conexión entre ambas artes. Para seguir, no es difícil comprender que los verdaderos artífices del cine (directores, guionistas, los creadores en suma) hayan percibido la riqueza de imágenes que podría aportarles el ajedrez, su mundo de jugadores compulsivos y mentes torturadas, convenientemente enriquecido (convenientemente deformado) por un buen guión, los focos, las cámaras, el montaje y… ¡las exigencias del marketing!

Pero si alguien cree que el cine se ha ocupado poco del ajedrez, está equivocado. Posiblemente se ha filmado más celuloide sobre nuestro juego que sobre cualquier otro juego o deporte. No piensen en el fútbol, ni en el baloncesto, ni en el rugby, ni en el billar, ni en los naipes, ni siquiera en la Fórmula I. Decididamente, hay más películas sobre ajedrez. Pero tampoco hay que extrañarse mucho porque, no sé si estarán de acuerdo conmigo, el ajedrez es el juego más atractivo del mundo.

Las siguientes reseñas pertenecen a las tres últimas películas importantes que conozco, con el ajedrez en el papel estelar. La última de estas cintas, Los jugadores de ajedrez, del realizador indio Satyajit Ray, no pudo verse en España hasta hace poco.

LA PARTIDA DE AJEDREZ

Un niño se tira al precipicio desde el pico más alto y, en ese preciso instante, es rescatado por un pastor protestante (que no se sabe de dónde ha salido). El pastor inicia al niño en el ajedrez (“despacio, despacio… no es un juego de villanos. El alfil no puede ver. Está como borracho y sus trayectos son en diagonal.”) y éste le da mate en la primera partida, para enriquecer así la galería de tópicos. El niño recorre con su preceptor ferias, cortes y mansiones burguesas, ganándole a todo el mundo. Hasta juego con un mariscal, en pleno campo de batalla y, como era de esperar, los contrincantes ni se inmutan ante el fragor de los cañones. Piezas decorativas. Ambientes un tanto falseados, sobre todo los apuntes a lo Brueghel.

Nuestro protagonista ya es un joven, o mejor debiéramos decir un ser simiesco, cruce de Mozart, Mr. Hyde y el hombre lobo, a juzgar por las imágenes que, precisamente por el cine, de ellos tenemos. Sigue jugando y ganando. Un noble sonríe al inclinar su rey. Después se levanta, mira solemnemente los cuadros de sus antepasados y se pone una pistola en la sien.

En uno de esos salones cortesanos se pavonea un elegante noble inglés (“incidentalmente”, el campeón del mundo de ajedrez). A la propuesta de enfrentamiento con el joven genio, contesta que acepta, pero “dentro de cuatro o cinco años, cuando su ajedrez se haya perfeccionado.” También alude a una bolsa de mil libras de oro, sin cuyo estímulo su estrategia no funciona. El personaje, que resulta llamarse Staunton, aclara: “El ajedrez no es un deporte o un espectáculo, sino la vida misma. Al menos, así es cómo yo lo veo.”

La invitación de una marquesa (¡siempre tiene que haber una marquesa!), entusiasta mecenas del noble juego, lleva a nuestro personaje y su mentor a una especie de Versalles, en versión cutre, cuya estructura arquitectónica tiene –se nos dice— una armonía secreta: todo está construido en función del número 64.

La marquesa (una magnífica Catherine Deneuve) mantiene comunicación con el más allá, localizado éste en una apropiada cámara de los espíritus del palacio, y siendo su contacto, su médium, el famoso jugador de otros tiempos Francesco Piccolini, maestro e inspirador de la marquesa. La buena señora ha concebido la triquiñuela (ella le llama estratagema) de enfrentar al campeón con el ser simiesco (¡qué cruz llevamos los ajedrecistas, qué imagen!, pues, para colmo, el genio se abalanza sobre cada mujer que se cruza en su camino y, más que empolvarse, se enharina su “hermosa” jeta). El que gane dos partidas no sólo se proclamará campeón del mundo, sino que además se llevará a su bella hija y, para completar el lote, la correspondiente dote. El inglés, muy en su papel y por si las moscas, recuerda el detallito de las mil libras para que nadie se haga el despistado. La marquesa avala al genial maese Max, que así se llama nuestro héroe.

¿Qué hemos visto de estrictamente ajedrecístico?

Hemos visto la típica ceremonia de iniciación, rito completo, incluida la supersónica asimilación del juego por parte del prodigio. Hemos trabado conocimiento con un Howard Staunton de carne y hueso, de modo que por ahí comienzan a ir los tiros.

Staunton en el cine. Se le retrata refinado y elegante, pero también interesado, antipático y fullero. Hemos visto que en una partida las blancas juegan 1 g4 y las negras (nuestro genio) responden 1…g5, de modo que, por más que esto pueda satisfacer a un Michael Basman (maestro internacional británico, famoso por sus extravagantes aperturas), por ahí vamos mal.

Hemos visto la serie de enfrentamientos con rivales de la más distinta condición, con juegos artificiosos y barrocos. Por ahí tampoco vamos bien. Otro elemento ajedrecístico nos remite a la leyenda de Paolo Boi y el diablo, porque el tal Piccolini –nos hace saber la marquesa—se encuentra un día en el Ponte Vecchio (suponemos que de Florencia) con un personaje que le invita a jugar una partida que resultará maravillosa, terrible y, a la vez, perdida para la historia: el personaje, naturalmente, era el diablo, y Piccolini, por tanto, un alter ego de Il Siracusano (apelativo de Paolo Boi, uno de los rivales de Ruy López en el siglo XVI).

Hemos visto cómo la marquesa invita a ambos maestros a una amable exhibición de simultáneas para distraer a sus jóvenes pupilos. Staunton rehúsa con firmeza: “Yo ya no juego simultáneas. El aire circense de esas exhibiciones me pone enfermo.” Maese Max, en cambio, acepta encantado. Se enfrenta a ocho jóvenes adversarios (esta vez con juegos modelo Staunton: vamos mejorando) y presenciamos una curiosa forma de abandonar: tras retirar las piezas, los derrotados vuelven el tablero sobre la mesa. Al maestro (criatura que sería predilecta del Dr. Moreau) sólo le ofrece resistencia el niño Rictus, que acaba consiguiendo tablas. Maese Max le dice: “Es inútil volver a jugar, porque ni ti puedes enseñarme nada, ni yo a ti.” Pero tiene una crisis: “No seguiré jugando, porque jugar produce un sufrimiento que lleva a la muerte.” Quizá algún que otro profesional debería aplicarse el cuento y fustigarse con diez latigazos por cada empate gratuito.

Una máquina de relajar. ¿Cómo conseguirá el pastor que el genio siga jugando? Ahora viene lo bueno, porque el pastor ha inventado una máquina “de relajar” que más parece un cajón fotográfico provisto de garrote vil, artilugio digno de Alfred Jarry, en el que se cura a nuestro hombre de sus patatuses.

Sigamos. Cena de gala. A la pregunta de dónde viene, responde Max: “Bajé de la luna y fui a parar al rincón de un país de 64 casillas. Un país muy pequeño y a la vez muy grande.” Antes ya habíamos tenido noticias de su agudeza: “Todos somos sombras que vagan en la noche” (aunque, desde un punto de vista poético, sea bastante peor que los versos del bolero que más le gustaba a Borges: “Somos un sueño imposible / que busca la noche” – Somos).

Entretanto, la primera partida del encuentro (solemnemente inaugurado en los jardines del palacio) la gana maese Max, que anuncia mate en tres, para ser corregido por Staunton: “No, en cuatro.” Sabremos luego, por boca de Staunton, que fue un “Gambito de Reina” (sic).

Surge entonces la felonía, porque la bella Alice (la hija de la marquesa) es más sinuosa que el Guadiana y juega al póquer como el más pintado, de modo que mientras (estrategia superior) le hace carantoñas al uno, se lleva a la cama al otro. Staunton propone un pacto (cuyas consecuencias no revelaremos) y, de paso, propone también aprovechar la oportunidad para “producir” una partida histórica, que preparan ambos contendientes, a un ritmo frenético y, por supuesto, fuera de lugar. Licencias cinematográficas para no aburrir al público no ajedrecista. Así pues, la obra de arte está lista para hacer su entrada triunfal en escena. Esta segunda partida parece seguir el curso de la famosísima Steinitz-von Bardeleben (Hastings, 1895). Y digo parece porque más que verse, apenas se vislumbran atisbos del juego, además de los comentarios en el momento del amaño. Desconcierta un poco la larga serie final de jaques, pero podría ser mera retórica.

La posición que parece verse es la de la partida citada, después de 17 d5. Antes se habían visto jugadas más neutras, comunes a muchas partidas.

La tercera partida (un Gambito de Rey), no permite ver nada del desarrollo. (Por cierto, la primera se juega con piezas de colección, mientras que las dos últimas con piezas modelo español). Sólo al final, la clave de la partida reside en hacer jugar al rey, al no ser posible mover la pieza tocada (tirada con un accidental codazo): la jugada de rey es ganadora.

No desvelaremos el desenlace. Más madera ajedrecística: Staunton le pregunta a nuestro héroe, antes del apaño, si ha jugado con Saint-Amant, con Mongrédien o con La Bourdonnais. No le pregunta si había jugado porque, claro está, él tampoco lo había hecho.

El film termina con maese Max y sus compañeros retirándose a un idíico lugar de las montañas, donde han construido su casa y un tablero gigantes en el terreno. Maese Max lleva sus pesadillas al tablero, acarreando piezas de una casilla a otra, mientras avanza el reino de la noche. Fin.


Título original: LA PARTIE D’ÉCHECS

Director: Yves Hanchar

Intérpretes: Pierre Richard, Denis Lavant, Catherine

Deneuve, Olivier Maes, Josiane Morand

Guión y adaptación: Patrick Bonte, Yves Hanchar

Fotografía: Denis Lenoir

Música: Frederick Devreese

Duración: 120 minutos

Año: 1995


EN BUSCA DE BOBBY FISCHER

¿Cuántos niños ajedrecistas norteamericanos no habrán sido atormentados con las excelencias del mítico campeón Robert James Fischer?

El film que comentamos se inspira en el libro de Fred Waitzkin Searching for Bobby Fischer. Waitzkin, además de padre ansioso, es un periodista deportivo que ha oído campanas y se ha sumado al oportunismo, un tanto tardío, de perseguir innecesariamente a Bobby Fischer para conseguir que su niño lo haga olvidar (¿o recordar?) al público norteamericano. El libro es bastante impresentable por empalagoso, pero aquí hablamos de la película.

Se supone que Josh, de siete años, descubre el ajedrez de forma similar a todos los niños-prodigio: corrigiendo a su padre. El magnífico Joe Mantegna (en el papel de padre) añade afortunadamente humanidad, restando avidez, a papá Waitzkin. Pretende verificar la destreza de su hijo, pero éste le decepciona. La lucidez de la madre pone el punto sobre la i: “Se ha dejado ganar para no ofenderte.” Resulta, pues, que Josh es un niño sensible.

Josh (encarnado por un actor profesional, Max Pomeranc) percibe la magia de Washington Square y su tribu de blitzers (jugadores empedernidos de partidas rápidas). Winnie (Laurence Fishburne, lujo de secundario) no sólo le observa jugar, sino que cuando se va le pregunta su nombre: “¿Ves? ¿Ves, Josh? Tu nombre está aquí escrito, con la fecha de hoy. Cuando seas famoso, enseñaré a la gente mi periódico para que sepan que te vi jugar cuando tenías siete años”). Winnie es el extrovertido por excelencia, uno de los tahúres del lugar: rápido, dicharachero, provocador, el típico jugador de rápidas, con permiso “para matar”, charloteando.

El profesor. En el lado de la sensatez (¿acaso hay mayor grado de locura?) está el profesor, encargado de un club de ajedrez, maestro Bruce Pandolfini (personaje real) que, con su cartera a cuestas y su experiencia, se supone le enseñará a Josh todos los secretos del milenario arte. El día que Fred convence a (o es convencido por) Bruce para que éste se encargue de la instrucción ajedrecística de Josh, Bruce le hace su gran revelación mística: quiere resucitar el espíritu de Fischer, quiere demostrarle al mundo que ha encontrado a su heredero.

Pandolfini, que se acerca astutamente a Josh gracias a su afición por todos los juegos, propone el rigor y la estrategia, aunque la argucia del diploma-listo-para-rellenar es más que sospechosa, y más aún su retorcimiento con el niño: los puntos de mérito (que suman), que sistemáticamente anota en la agenda, así como los de demérito, que restan. Descubrir la argucia (cuando Pandolfini le dice a Josh que no anota los puntos, porque los diplomas no sirven para nada, arrojando sobre la mesa veinte o treinta) puede ser un duro despertar, pero retomar el asunto del diploma (cuando Josh participa en los nacionales escolares y Pandolfini le entrega uno enmarcado, de “Gran Maestro”) parece excesivo y contraproducente. ¿Será, tal vez, una terapia de choque, a lo Fine con Fischer?

Con medidas imágenes documentales de Fischer (pocas, pero apropiadas) se nos introduce al trasfondo de la cuestión. Un par de sabrosas declaraciones del monstruo: “Insultó a los islandeses, cuando dijo que Islandia era un país subdesarrollado porque no había boleras” (voz en off), y a la pregunta de cuándo había empezado a jugar al ajedrez, Fischer, sentado en el banco de un parque, responde: “No sé… a los cuatro o cinco años… ¡creo que siempre jugué al ajedrez, siempre!”.

En una de sus sesiones come-coco (a fin de cuentas, fueron los americanos quienes inventaron la expresión “lavado de cerebro”), el entrenador le dice a Josh: “¿Odias a tu rival?” Respuesta de Josh: “No”. “Pues deberías odiarlo. Fischer odiaba a sus contrincantes y, créeme, ellos te odian a ti.” (Momento de silencio). “Pues yo no los odio.” Resulta que Josh, además de sensible, es un niño encantador y no un repelente-niño-Vicente.

El caso es que Josh va abriéndose paso en los campeonatos infantiles, sin por ello renunciar a unos días de pesca con su padre (que pregona la flexibilidad y la comprensión hacia su hijo, un modo de padre-de-prodigio nunca visto en nuestra sociedad y, desde luego, no extrapolable del libro).

El enemigo y las excursiones de dama.
Josh tiene un duro enemigo: el niño pijo, con ademanes y mirada de hombre duro, de auténtico depredador. Un futuro ejecutivo de multinacional.

Llega el momento crítico, la final, en la que deberá enfrentarse a su gran enemigo. Bruce había tratado de convencerle para que abandonase Washington Square, con todo lo que eso significaba. Hay una pugna dialéctica por imponer a Josh dos filosofías ajedrecísticas: la preparación científica, la estrategia controlada (propuesta por Pandolfini) y el anarquismo táctico practicado en Washington Square, burdamente simplificado e ilustrado por las excursiones de dama sobre el tablero.

Josh llega a un final complicado (cuya posición apenas se ve en el tablero, por la rapidez con que se suceden las imágenes, licencia, una vez más, poético-cinematográfica) en el que propone tablas a su oponente, que se ofende y continúa golpeando sus piezas. Bruce, Winnie y los padres siguen ansiosamente el desarrollo del juego a través de pantallas electrónicas. La clave del asunto radica, entonces, en una promoción de peones en la que el que entra después jaquea al coronar, ganando la dama enemiga sobre la gran diagonal.

Al terminar el torneo, Josh consuela a uno de sus compañeros, a quien su padre ha reprendido severamente. Mientras salen a la calle, le pasa la mano por el hombro y le dice: “Voy a contarte un secreto: juegas mucho mejor que yo cuando tenía tu edad.”

La película se estrenó en España en el Festival de Valladolid de 1994, con bastante éxito de crítica. Su título original, que estuvo tentando a los distribuidores hasta el último momento, Innocent Moves (Jugadas inocentes), era demasiado tierno y fue (¡por una vez!) acertadamente descartado.

Lo triste de todo esto es que el joven Waitzkin apenas había demostrado nada que permitiese ver en él a un posible heredero de Fischer. Tampoco tuvo grandes éxitos como juvenil. Hoy es un maestro internacional con 2435 puntos Elo. Quizá su insuficiente killer instinct le impida alcanzar el nivel de Fischer y, en cualquier caso, si pretende hacerlo tendrá que darse mucha prisa.

Un film en el que destaca la sensibilidad con que se fotografía el ajedrez, con la objeción de un ritmo trepidante e irreal, aunque comprensible por las razones ya mencionadas. Extraordinario trabajo del jovencísimo Max Pomeranc. Notable alto.


Título original: Innocent Moves

Director: Steven Zaillian

Intérpretes: Max Pomeranc, Joe Mantegna, Ben Kingsley,

Laurence Fishburne, Joan Allen

Guión: Steven Zaillian, sobre el libro Searching for Bobby  Fischer, de Fred Waitzkin

Fotografía: Conrad L. Hall

Duración: 105 minutos

Año: 1994


LOS JUGADORES DE AJEDREZ

Dicen que el arte no sirve para nada,

que las plácidas veladas jugando al ajedrez,

la emoción, el triunfo y la tregua

a las preocupaciones carecen de valor.

Y sin embargo, si todos aquellos

cuya misión es dañar al hombre

jugaran al ajedrez aún tendríamos en pie

ciudades que hoy son polvo entre los muertos.

 

LORD DUNSANY

Dentro del ciclo de 18 películas de la Filmoteca Española, se exhibió el 24 de septiembre Los jugadores de ajedrez del gran cineasta indio Satyajit Ray, nacido y muerto en Calcuta, capital de Bengala (1921-1992). Escritor, economista y músico, Ray estudió también artes gráficas en la Universidad de Rabindranath Tagore, con quien estaba emparentado. Sus primeras películas, como Pather Panchali (1955) o El mundo de Apu (1959), asombraron en los países occidentales. Del propio programa de la filmoteca transcribimos estas palabras del autor:

La historia original apenas ocupaba una docena de páginas, y concernía sólo a los dos amigos que jugaban al ajedrez. La conquista británica del reino se mencionaba como un suceso que ocurría en un segundo plano de la narración. Decidí ampliar la historia y hacer que el acontecimiento político siguiese en paralelo a la narración original. Finalmente, el film se rodó bilingüe, en hindi e inglés, porque existía la posibilidad de contar con Richard Attenborough… Mis películas bengalíes llegaban a un escaso número de espectadores indios. Ahora tenía un idioma que era comprendido más o menos en toda la India. No es exactamente hindi, sino urdu, una forma clásica del hindi. Resultó muy difícil exhibir la película fuera de Calcuta. En Bombay circuló durante tres semanas y luego fue retirada, a pesar de que obtuvo muy buenas recaudaciones en taquilla. Se retiró porque los distribuidores no querían que yo invadiese el mundo hindi.

El ajedrez y la guerra. En realidad, y precisamente por lo que habría de aclarar el propio Ray, el ajedrez no ocupa un papel protagonista en esta película. Pero sólo a primera vista. El principio alegórico de la guerra (principio sobre el que se inventó el ajedrez y trascendido por el contenido mágico del propio juego) es anulado por las maniobras políticas y bélicas que van ocupando cada vez más espacio en la película, dominando todo su meollo dramático, mientras el ajedrez pasa a un discreto segundo plano, anecdótico y hasta frívolo. Esa es la idea.

El guión se centra, en apariencia, en el amenazado destino de un reino indio, Oudh, hasta ese momento en excelentes relaciones con el imperio británico, que obtiene de aquél gran parte de sus finanzas para sus guerras y colonizaciones en la India. Pero el reino de Oudh ha basado tradicionalmente su bienestar en esas inmejorables relaciones con los británicos, que ahora ven llegada la ocasión de hacer presa también sobre él, a causa –se nos dice— del mal gobierno del rey autóctono (¿cuántos golpes de estado no han tenido lugar en la historia, sobre ese maravilloso pretexto u otros parecidos?).

El monarca, por cierto, envió su corona a Londres durante la Exposición Universal de 1851 (¿algún significado ajedrecístico? Recuérdese el famoso torneo, organizado por Staunton y ganado por Anderssen, considerado el primer evento de auténtico rango internacional).

Se nos presenta a dos amigos, contrincantes habituales de ajedrez, que juegan confortablemente instalados en casa de uno de ellos: con sus narguiles, comida, bebida y sirvientes para atenderlos en todo momento, y reponer lo consumido.

El tablero es de paño, y curiosamente las casillas son de tres colores, blancas, verdes y negras (¿o azul oscuro?), éstas últimas en diagonales alternas. Las piezas son de marfil (material), en este mismo color y rojo.

Al espectador se le informa desde la primera secuencia de que estos generales (suponemos que lo son en la realidad, quizá no) tal vez no hayan derramado mucha sangre en el campo de batalla, pero que la guerra que ahora disputan no es, desde luego, una guerra sangrienta. Y que su mayor placer es practicar este juego todos los días. Con una ironía que, en el fondo, podría ser de cualquier parte (pero no en la forma, exquisitamente delicada), se alude a que quizá el espectador se pregunte si no tienen nada qué hacer y la respuesta es que no, porque ambos son ricos y su problema es cómo ocupar su tiempo, que es todo libre.

La visita de un amigo de ambos nos permite saber que el ajedrez fue inventado en la India y que en el ajedrez inglés las damas se colocan una enfrente de la otra, con movimientos más vivaces de las piezas.

Los conflictos comienzan cuando a nuestros amigos se les altera su partida de ajedrez. Primero, la esposa del anfitrión reclama las atenciones de su marido, injustificablemente desviadas hacia el ajedrez. Primer ataque: envía a su criada para hacerlo. Atajado. Segundo ataque: la criada debe hacerle saber que su mujer tiene un fuerte dolor de cabeza. El marido duda, pero aun así no se muestra muy dispuesto a abandonar la partida, lo que sólo hará ante la insistencia de su amigo, quien de paso se aprovecha para modificar la posición. Pero, pese a todo, el anfitrión regresa a su verdadera guerra del paño multicolor.

Problemas para jugar. Siguen los incidentes. Otro día desaparecen las bonitas piezas y el hombre de la casa echa una bronca monumental a toda la servidumbre, ordenándoles que busquen por todas partes. Llega su amigo, que presencia el final de la bronca, y le dice que por qué no compran un nuevo juego. El anfitrión le replica, desesperado: “¿Acaso no sabes que hoy, viernes, las tiendas están cerradas?”. Cavilan acerca de cómo resolver el problema y recuerdan que un viejo abogado, del que ambos son clientes, tiene un ajedrez en su salita. Así que allí se dirigen. Se les informa de que el abogado está seriamente enfermo, pero su hijo les invita a un té. Mientras se lo sirven, inician una partida. El criado, ¡ay!, retira el ajedrez de la mesita y lo coloca en el centro de la sala. No importa: se levantan por turno y siguen jugando. Parece que el abogado se recupera, de modo que van a saludarlo (y pedirle, de paso, que les preste el juego). Pero el abogado se muere. Salen espantados de la casa y siguen pensando, sin parar, en cómo solucionar el problema de hacerse con un juego. “¡Qué pena que un día tan hermoso como hoy tenga que estropearse sin jugar al ajedrez!”.

Por fin, deciden regresar a casa del primero y sustituir las piezas por frutas. Cuando la mujer se percata de ello, les arroja, desde la sombra del pasillo, las piezas. El ambiente está enrarecido. Deciden ir a casa del otro, Mirza, cuya esposa tiene un enredo erótico con su sobrino. Mirza casi los sorprende, pero le explican que el mozo está eludiendo la movilización militar para hacer frente a los invasores ingleses, y que ha venido a refugiarse a su casa. Como es lógico, el tío le promete todo su apoyo. En la calle se oyen cascos de caballos. Hay tensión en el aire. Mirza propone que vayan a jugar a una vieja mezquita, en las afueras de la ciudad, un lugar muy tranquilo y agradable, donde podrán jugar sin que nadie les moleste.

Paralelamente, van evolucionando los acontecimientos políticos. El Residente recibe de su gobierno la orden de derrocar al rey de Oudh por las buenas o por las malas, de modo que la Compañía de la India avanza hacia su destino, mientras el rey de Oudh (“un pusilánime y un afeminado”, según el Residente) se deleita con exquisitos bailes y declama sentida poesía. El primer ministro pide al rey que autorice la movilización de un millón de súbditos y de poner a punto miles de piezas de artillería. El rey duda. Nuestros amigos llegan a las afueras de la ciudad. Pero allí no hay mezquita alguna, sólo una casa abandonada y un niño. Su familia ha escapado de la inminente llegada de los ingleses. Pero él quiere ver sus casacas rojas. Mirza dice que quizá soñó la mezquita. En cualquier cas, se disponen a jugar, en pleno campo, sirviéndoles el niño de criado.

El final de la guerra.  La partida llega a su punto culminante. Parece que Mirza va a ganar. Su amigo le dice, entonces, que debería prestar más atención a quién se refugia debajo de su cama. Estalla el drama… Llega el ejército inglés. El rey abdica. Los amigos se reconcilian y, puesto que pronto va a anochecer, deciden jugar una partida rápida, al modo inglés. Las damas ocupan las casillas que ahora les corresponden y refuerzan su capacidad de juego: la reina Victoria ha tomado protagonismo en el ajedrez.

La forma en que Ray nos cuenta el proceso de la invasión de Oudh es sorprendentemente tranquila, como una mera exposición reflexiva de lo que pasó, sin que medien intenciones vindicativas, como si se tratara de un hecho natural, aunque triste. Por eso, mi propia impresión es que de los dos hilos narrativos el que toma más fuerza, a medida que avanza el film, más intensidad para el espectador, es el a priori menos esencial: las peripecias de los jugadores. Por otra parte, ¿no se titula la película, a fin de cuentas, Los jugadores de ajedrez?

Una última cosa, digna de señalar, y que afecta por igual al colorido, la música y el guión, algo que mueve al mundo con gran fuerza y se resume en una sola palabra: delicadeza.


Título original: Shatranj ke Khilari

Director: Satyajit Ray

Intérpretes: Sanjeev Kumar, Saeed Jaffrey, Amjad Khan,

Richard Attenborough, Shabana Azhi, Farida Jalal

Guión: Satyajit Ray

Fotografía: Satyajit Roy

Música: Satyajit Ray

Duración: 113 minutos

Versión original en hindi, doblaje en inglés, subtítulos en español.

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