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…se quedó absorto en el examen de los problemas y pronto se satisfizo pensando que, de no ser por dos últimas jugadas geniales de un viejo maestro ruso y algunas interesantes reproducciones de publicaciones extranjeras, no merecería comprar este 8×8. Los concienzudos ejercicios de los jóvenes autores soviéticos no eran tanto ‘problemas’ como ‘tareas’: trataban exhaustivamente este o aquel tema mecánico (especie de ‘clavada’ y ‘desclavada’) sin el menor indicio de poesía; eran tiras cómicas de ajedrez, nada más, y las piezas, avanzando a empellones, realizaban su torpe trabajo con seriedad proletaria, y se reconciliaban con la presencia de soluciones dobles en las insulsas variantes y con la aglomeración de peones policía.
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Allí le esperaban ahora sobre la mesa, entre sus libros, dos bocadillos grises con un brillante mosaico de salchichas, una taza de té frío y un plato de ‘kissel’ rosado (del mediodía). Masticando y sorbiendo, volvió a abrir el 8×8 (de nuevo le contempló un entremetido) y empezó a gozar con calma de un estudio en que las escasas piezas blancas parecían suspendidas sobre un abismo y no obstante ganaban la partida. Entonces vio cuatro encantadoras jugadas de un maestro americano, cuya belleza no sólo consistía en la oculta operación de mate, disimulada con inteligencia, sino también en que, como respuesta a un ataque tentador pero incorrecto, las negras retirándose y bloqueando sus propias piezas, lograban construir justo a tiempo un hermético ahogo del rey. Luego, en una de las composiciones soviéticas (P. Mitrofanov, Tver) apareció un bello ejemplo de cómo fracasar estrepitosamente: las negras tenían NUEVE peones, tras haber añadido el noveno en el último momento, a fin de remediar un fallo, como si un escritor hubiese cambiado precipitadamente «es seguro que le hablarán» por el más correcto «sin duda le hablarán», olvidando que la frase siguiente era: «de su dudosa reputación.»
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