ajedrez, junio 4, 2024

LAS LETRAS Y EL AJEDREZ

LAS LETRAS JUEGAN AL AJEDREZ

Por Antonio Gude y José Luis Torrego

Editora Solis (2024)

Introducción al capítulo 1

1

AUTORES

 

Los siete autores principales de este capítulo han manifestado, a lo largo de su vida, un interés constante por el juego rey, lo que se ha reflejado en diversos lugares de su obra.

Samuel Beckett es un caso absolutamente atípico, como lo es su escritura: tensa, cortante, neurótica. La partida que juegan Murphy y Endon, aun respetando las reglas del juego, es una digna representación del absurdo. El propio Beckett era muy aficionado al ajedrez y estudiaba libros técnicos.

Excepcionalmente, se incluye aquí a Vladimir Nabokov, a pesar de que sí tiene una novela monográfica sobre ajedrez (y, por cierto, una de las más inspiradas): La Defensa Luzhin (véase reseña en el capítulo 2). Eso se debe a que toda su obra está salpicada de sutiles y sabrosas referencias al ajedrez, algunas incluso autobiográficas. Nabokov, como es bien sabido, era jugador y compositor de problemas de ajedrez. En una entrevista televisiva declaró: “No dudo de que existe un íntimo vínculo entre ciertos espejismos de mi prosa y el tejido, brillante y oscuro a un tiempo, de los problemas de ajedrez”.[1]

El caso paradigmático por excelencia es el de Jorge Luis Borges, quien se confesaba mal jugador, y cuya obra (ensayos, cuentos y, sobre todo, poesía) está plagada de referencias al ajedrez, breves pero esenciales.

Algo parecido sucede, pero con fragmentos de carácter surrealista o patafísico, en la obra de Julio Cortázar, dispersados por sus novelas (Rayuela, Los premios) y sus cuentos. En La vuelta al día en ochenta mundos  hay, además, un minitexto dedicado al imaginario encuentro en un viaje transatlántico entre los ajedrecistas Marcel Duchamp y Raymond Roussel, quienes nunca se encontraron ante un tablero en la vida real, por lo que era obligado que lo hiciesen en el territorio mágico de la literatura.

Hay otros casos de autores-ajedrecistas, como podría ser el de Antoine de Saint-Exupéry, que dejó en su obra abundantes testimonios de su interés por el juego, así como fragmentos reflexivos de un tono casi filosófico, en particular, en Ciudadela.

     No sabemos si Max Frisch jugaba al ajedrez, pero su obra ha dejado bien patente su interés por el juego. En sus novelas, el hombre, un significado profesional se ve obligado a confrontar y conciliar la tecnología con sus emociones.

Otro autor suizo, Friedrich Dürrenmatt, es conocido por sus obras teatrales y tramas policíacas, en las que el ajedrez a menudo es el inequívoco protagonista. Dürrenmatt era un experto jugador de ajedrez, de ahí que su autoridad se percibe en el correctísimo tratamiento del juego, nunca una nota discordante.  

     Del tercer grupo, por último, forman parte los que podríamos llamar autores-ajedrecistas, es decir aquellos autores conocidos por su afición al ajedrez, pero que no dejaron constancia de ello o, para ser más precisos, constancia literaria. Es el caso, por ejemplo, de Tolstoi, en cuyos diarios hay numerosas referencias al juego, pero se trata de alusiones puntuales a encuentros y partidas, en los que apenas describe a sus adversarios de turno y otras circunstancias cotidianas sin mayor interés.

Denis Diderot, el principal promotor y apóstol de la Enciclopedia, era un asiduo practicante del juego, cosa que muy bien había comprendido su esposa, quien pese a la penuria de su situación económica, no podía dejar de animarle a que fuese a la Régence, como recuerda Mme. De Vandeul, su hija, en Recuerdos de mi padre: “El Café era de un lujo considerable, pero ella (la mujer de Diderot) no quería que se viera privado, y cada día le daba seis monedas para que fuera a tomar su taza de café al Régence y jugase al ajedrez”.

Gustav Meyrink publicó su novela El Golem en 1915, en la que, además de esa misteriosa criatura que deambula por las noches de Praga, aparece un personaje llamado Charousek[2] (cuyo apellido no dejará indiferente a ningún ajedrecista), que pretende desenmascarar a un médico por su mala praxis, y adopta, según sus propias palabras, una estrategia ajedrecística, estableciendo una simbología entre el ajedrez y sus propias acciones, concluyendo con la exclamación: “¡Todo, todo en el mundo es una partida de ajedrez!”.

Cuando Witold Gombrowicz llegó a Buenos Aires, afortunadamente para él, días antes de la invasión alemana a su país, hizo del Café Rex su cuartel general, presentándose como un príncipe polaco a los jugadores de ajedrez. Según su esposa Rita, “…se levantaba tarde. Daba un paseo, escuchaba música, escribía o leía, siempre a la misma hora. Y, en Argentina, llegaba siempre a la misma hora al café Rex para jugar al ajedrez”. Allí se fraguó, por cierto, la traducción al castellano de su obra maestra Ferdydurke, en cuya labor participó todo un comité, formado por los argentinos Luis Centurión y Adolfo de Obieta, y los cubanos  Humberto Rodríguez Tomeu y Virgilio Piñera, además  del propio Gombrowicz. Al irse de Argentina, desde el estribo del avión dejaría un mensaje imborrable a los jóvenes escritores que habían ido a despedirlo: “¡Muchachos, maten a Borges!”.

Otro de los habituales del juego que apenas dejó referencias en sus escritos, fue Jean-Paul Sartre, quien solía tener por adversario regular a su colega Joseph Kessel. Aun así, hay un fragmento en Los secuestrados de Altona,[3] en la que Frantz, el secuestrado, habla con su padre:

 

   øBonita partida. Has jugado con Johanna contra Léni, después con Léni contra Johanna. Mate en tres.

   ø¿Quién es mate?

   øYo, el rey de las negras. ¿No te cansas de ganar?

   øEstoy cansado de todo menos de eso.   

 

El norteamericano James Jones, autor del bestseller De aquí a la eternidad, confesó en una entrevista que dedicaba dos horas diarias al estudio teórico de las aperturas de ajedrez. No tenemos constancia de que haya participado en torneos, pero tal vez lo haya hecho, o tal vez simplemente estudiaba por el placer de tratar de dominar el juego.

Kurt Vonnegut, uno de los autores estadounidenses más importantes del siglo XX, se refiere al ajedrez en varios lugares de su novela Jailbird, traducida literalmente en España como Pájaro de celda[4] (una traducción más apropiada parece Presidiario). El fragmento que sigue resume toda la trama:

 

El multimillonario quería alguien con quien jugar al ajedrez varias horas al día. Así que sedujo, como si dijésemos, al muchacho, primero con juegos más simples, como “los corazones”, la mona, las damas, el dominó. Pero le enseñó también a jugar al ajedrez. Y pronto jugaron sólo a esto. Sus conversaciones se limitaban a las burlas y chanzas convencionales del ajedrez, que llevan mil años inmutables. Ejemplo: “¿Has jugado antes a este juego?”, “¿De veras?”, “Vete buscándome una dama”, “¿Es una trampa?”.

   El chico era Walter F. Starbuck. Y estaba dispuesto a consumir su infancia y su juventud de un modo tan antinatural por esta sola razón: Alexander Hamilton McCone había prometido mandarlo algún día a Harvard.           

 

Julien Gracq, un autor consagrado, que si bien apenas menciona el ajedrez en Un bello tenebroso, donde hay un par de referencias, en sus Carnets  sí hace abundante mención al juego rey. El fragmento que sigue es interesante:

 

Lo que me ha cautivado, entre otras cosas, del ajedrez, es la reaparición esporádica, en el curso de su historia, de jugadores y teóricos øSteinitz y Rubinstein, entre otrosø para quienes la “victoria”, en origen vinculada a un error del oponente, nunca ha realmente importado, sino sólo la calderilla de lo absoluto, y sólo en ese dominio cerrado y limitado de la actividad mental, el despojarse de los últimos velos, arrancar los últimos secretos. Singulares héroes abstractos, de un fanatismo incomprendido por todos, abocados a la peor soledad, y quienes desde el comienzo emprenden una lucha despiadada entre el apetito por el juego y la búsqueda de un absoluto de interés marginal, de consecuencias puramente lúdicas.[5]

 

 

Aún habría una cuarta categoría, de no jugadores, que aluden significativamente al juego rey en alguno de sus libros. No podemos olvidar aquí   a Camilo José Cela, quien en su Mrs. Caldwell habla a su hijo, desliza esta admonición:

 

Los más violentos odios, hijo mío, las más hondas simas del odio, se abren entre los eruditos, los músicos y los jugadores de ajedrez.

(…)

   El ajedrez, Eliacim, es un juego para almas astigmáticas, algo que debemos apartar de nosotros como un cáliz amargo. Sólo cuando esto hagamos, Eliacim, y los hombres recobren la libertad que les permite mover las piezas como les dé la gana, podremos encararnos, sin demasiados agobios, con esta breve vida que se nos escapa como una rueda por la cuesta abajo.

 

En El amor en los tiempos del cólera, Gabriel García Márquez habla de dos contendientes de ajedrez en el Caribe, con algunos párrafos extensos:

 

   Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados. El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró en la casa todavía en penumbras, adonde había acudido de urgencia a ocuparse de un caso que para él había dejado de ser urgente desde hacía muchos años. El refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour, inválido de guerra, fotógrafo de niños y su adversario de ajedrez más compasivo, se había puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro.

(…)

   En el escritorio, junto a un tarro con varias cachimbas de lobo de mar, estaba el tablero de ajedrez con una partida inconclusa. A pesar de su prisa y de su ánimo sombrío, el doctor Urbino no resistió la tentación de estudiarla. Sabía que era la partida de la noche anterior, pues Jeremiah de Saint-Amour jugaba todas las tardes de la semana y por lo menos con tres adversarios distintos, pero llegaba siempre al final y guardaba después el tablero y las fichas (sic) en su caja, y guardaba la caja en una gaveta del escritorio. Sabía que jugaba con las piezas blancas, y aquella vez era evidente que iba a ser derrotado sin salvación en cuatro jugadas más. “Si hubiera sido un crimen, aquí habría una buena pista” øse dijoø. Sólo conozco un hombre capaz de componer esta emboscada maestra.  

 

Herman Hesse, por su parte, alude al carácter esotérico de cierto ajedrez en El juego de los abalorios:

 

   Una y otra vez encontramos en las antiguas literaturas leyendas que hablan de juegos sabios y misteriosos, concebidos y jugados por eruditos, monjes o los cortesanos de los príncipes cultivados. Podían tomar la forma de juegos de ajedrez en los que las piezas y cuadrados tenían significados secretos, además de sus funciones habituales.

 

Un déjà vu y la fatalidad del todo-está-escrito  quedan reflejados en un pasaje de la muy interesante La guerra de las salamandras, del checo Karel Capek:

 

Yo estaba jugando al ajedrez con Belamy en el hall del Hotel de Francia, en Saigón… Perdí aquella partida. De repente, me pareció que cada jugada sobre el tablero había sido realizada ya por otra persona y en otra ocasión. Tal vez nuestra historia haya sido ya “jugada” y henos aquí a punto de mover nuestras piezas con los mismos gestos y encaminarnos hacia los mismos errores…

 

El poeta Jaime Sabines es otro de los autores que cree que el ajedrez es la lucha contra el destino. “Todos los juegos, incluidos los de azar, son un enfrentamiento con el destino”. En una entrevista[6] responde así a la pregunta ¿Qué encontró en el ajedrez?

 

   Con el ajedrez he adquirido una nueva noción del tiempo. No me refiero sólo al tiempo del reloj, no sólo al que se pasa jugando. Me refiero al orden de las jugadas en el ajedrez: si uno realiza una brillante jugada, pero un momento antes o después, no funciona. Las jugadas intermedias, sin las cuales una combinación no puede realizarse, significan “saber perder los tiempos”… El ajedrez nos da una noticia del tiempo, pero en la eternidad: una noticia acerca del tiempo y de la perpetuidad.

  

 

Antonio Gala fue galardonado con el Premio Planeta en 1990, por su obra El manuscrito carmesí, en la que el ajedrez recibe cierta atención, por ejemplo en las páginas 28-29, donde aparece igualmente la tiranía del destino:

 

Está escrito en el destino: la dificultad reside en saberlo leer. Hay quienes, mientras aspiran a superar el suyo, son sólo el arma del de los otros: se erigen en dueños del azar, y, a fuerza de combatir desde su vulgar sino, se transforman en los apoderados del ajeno, y juegan al ajedrez en nombre de la Historia, derrocándolo todo, pieza a pieza, hasta inundar de sangre los tableros. Qué irreversible consternación para un hombre comprobar, al final, a la entrada de su Medinaceli, que, cuando resolvía en aparente libertad, estaba siendo utilizado. Porque nadie sobrevive a la tarea para la que nació: todo fue enrasado y medido previamente. Cumplida su misión, sólo ya el poderoso sobre el tablero que fue desalojando el destino  øsu destino esta vezø le lanza el jaque mate. La vida es una inapelable partida en la que todos los jugadores acaban por perder…

 

Por último, no podemos ignorar a Georges Perec, quien, siguiendo las premisas y procedimientos del grupo OuLiPo (Ouvroir de Littérature Potentielle), ha creado una de las construcciones literarias más importantes  del último tercio del siglo veinte. En La vida instrucciones de uso,[7] recorre minuciosamente los principales hechos de la vida de los habitantes de un inmueble, en una especie de tablero prismático de 10×10. Al inventariar muebles y objetos de tales apartamentos, en las listas temáticas que integra en la narración nunca faltan juegos y juguetes. El autor declaró que había decidido aplicar a su novela el principio de un viejo problema: el tour  del caballo que recorre las 64 casillas del tablero, sin pasar por ninguna de ellas más de una vez.

En el capítulo 43, el ajedrez interviene en la historia de Paul Hébert, torturado por la Gestapo acerca del asesinato de un ingeniero de Hitler: “Pferdleicher fue asesinado por varios disparos a las diez menos cuarto, en el gran salón del hotel, mientras jugaba una partida de ajedrez con uno de sus ayudantes, un ingeniero japonés llamado Uchida”.

El detalle final es que el autor incluye un diagrama de la partida inmortal entre Anderssen y Kieseritzky.

La literatura también ha utilizado los servicios del ajedrez como lenguaje metafórico para enmascarar significados. Raymond Queneau ya había utilizado en sus diarios, de forma repetitiva y sospechosa, el verbo “fumar” como un código para disfrazar ciertas prácticas sexuales, pero André Gide lo hizo en los suyos de forma todavía más expresiva y sugerente, al referirse en numerosas anotaciones eufemísticas a “partidas de ajedrez”, que parecen enmascarar encuentros homoeróticos.

 

 

[1] Entrevista con Bernard Pivot, en el espacio televisivo Apostrophes, Antenne 2, Francia, 1975.

[2] Rudolf Charousek (Praga, 1873 – Nagytétény, 1900) fue una de las grandes figuras de fines del siglo XIX, que falleció prematuramente, a causa de una tuberculosis.

[3] Les Séquestrés d’Altona, publicada en 1959 y estrenada el 23 de septiembre de 1959 en el Théâtre de la Renaissance de París. Quinto acto, escena primera.

[4] Mundo actual de ediciones, S.A., 1981.

[5] Les eaux étroites. José Corti. París, 1976, página 52.

[6] Noticia del tiempo, entrevista con Hugo Vargas. La jornada semanal, México D.F. nº 75, 11.8.1996.

[7] Original: La Vie mode d’emploi. Le Livre de Poche. París, 1978. Edición española: Anagrama, Barcelona, 1988. Traducción de Josep Escué.

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