
Por azarosa ventura, he descubierto en la biblioteca de un familiar una edición completa, ¡en lengua española!, del Shahnameh (citado en algunas fuentes como Shahnamah o Shahnama), o Libro de los reyes, la obra legendaria de Hakim Abolghasem Ferdowsi (o Firdawsi, o Firdausi). Esta obra contiene, efectivamente, dos leyendas sobre el origen del ajedrez, ambas se encuentran en el sexto volumen (son siete en total).
La edición española ha sido publicada en 2022 por Candle & Fog Publishing Co. Ltd., Londres, quienes encargaron la traducción española a la Dra. Venezolana Beatriz Cristina Salas de Rafiee, profesora de Lengua y Literatura española en la Universidad de Teherán.
El primer párrafo introductorio dice así:
“El poema épico de Ferdowsi, el Shahnameh o Libro de los Reyes, abarca toda la historia del gran Imperio Persa, desde su fundación mitológica, con la creación del mundo, hasta la conquista de Irán por las fuerzas islámicas en el siglo VII. Representa la historia de un pueblo en su tradición oral, en la que la realidad y la fábula están intrínsecamente entrelazadas y han dejado huellas en la memoria de un pueblo en la que lo maravilloso es tradición”.
Sigue el texto íntegro de ambas leyendas, aunque la descripción de las piezas y sus movimientos es un tanto confusa.
NUSHIRWAN (521-578)
Págs. 264-269
Cosroes I, Kosro I Andsharivan (531-579), el más famoso de los reyes sasánidas.
Leyenda (RAE)
- Narración de sucesos fantásticos que se transmite por tradición.
- Relato basado en un hecho o un personaje reales, deformado o magnificado por la fantasía o la admiración.
El Rajá de la India envía a Noshirvan un juego de ajedrez
Un Mubad cuenta que un día el rey adornó su palacio de brocado de Rum, y suspendió su corona por encima del trono de madera de teca; toda la madera del trono estaba recubierta de marfil, todo marfil desaparecía delante de la corona, todo brillaba como el círculo de la luna, todo se encontraba eclipsado por el trono del rey; la corte estaba llena del cortejo de Kasrá; todo el palacio se encontraba lleno de Mubadhan y de jefes de la frontera de Balj y de Bam, y de todos los límites del imperio. El rey del mundo supo por sus vigilantes emisarios que llegaba un enviado del rey de la India, con elefantes, un parasol, una escolta de caballeros de Send y mil camellos cargados, y que solicitaba permiso para ver al rey.
En cuanto el inteligente rey lo supo, hizo salir una escolta a su encuentro. El enviado del poderoso e ilustre príncipe saludó al rey al entrar, según las costumbres de los grandes, y le dio las gracias al Creador; después colocó delante del rey muchas joyas como ofrenda; le regaló los elefantes, zarcillos y un parasol indio, adornado de oro y bordado con piedras de todas clases. Abrió los cofres delante de la corte y colocó a los pies del rey todo lo que contenían; había mucho oro y plata, almizcle y ámbar, madera fresca de aloe, rubíes, diamantes y espadas indias damasquinadas por completo y, en fin, todo lo que se producía en Ghonnuye y en Mai. Se apresuraron en llevar todo eso y colocarlo ante el trono; el afortunado rey contempló todas esas riquezas, que le habían costado tanto esfuerzo al Rajá, y las envió a su tesoro.
Después el enviado trajo una carta que el Rajá indio había escrito para Noshirvan sobre satén, y un ajedrez realizado con tanto arte que costaba todo un tesoro; el enviado añadió en lengua india este mensaje del Rajá: “¡Pueda ser que permanezcas como rey todo el tiempo que dure el cielo! Ordena a aquellos que se dedican más a la ciencia, que coloquen ante ellos el ajedrez y que se consulten mutuamente, en cualquier forma, a fin de encontrar las reglas de este noble juego, conocer por sus nombres todas las piezas, fijar su marcha en las casillas, estudiar los peones, los elefantes y el resto de este ejército, las rocas (torres) y los caballeros y la marcha del visir (la reina) y del rey. Si ellos descubren las reglas de este hermoso juego, sobrepasarán a todos los sabios del mundo, y nosotros enviaremos de buen grado, a esa corte, el tributo que el rey nos solicita; pero si los ilustres hombres del pueblo de Irán no son capaces de resolver este problema, es necesario que cesen de solicitarnos tributo, ya que no serían iguales a nosotros en saber, y por el contrario, tú deberías ser tributario nuestro, ya que la sabiduría vale más que cualquier cosa que los hombres puedan vanagloriarse”.
Kasrá puso atención y oyó lo que decía ese hombre, que repetía el mensaje que le habían encargado; colocaron el ajedrez delante del rey; quien durante largo rato contempló las piezas. Sobre el ajedrez estaban las piezas, unas en marfil brillaban, y las otras eran de madera de teca; el rey de despierta inteligencia preguntó sobre las figuras de esas piezas colocadas sobre el hermoso ajedrez, y el indio le respondió: “¡Rey! Todo eso representa la imagen de la guerra; tú encontrarás, si logras descubrir el juego, la marcha, los planes y el aparejo de un combate”. El rey le dijo: “Solicito siete días de tiempo, el octavo jugaremos de buen grado”. Se preparó un hermoso palacio y se lo dieron al enviado como morada.
Los nobles y los Mubad, consejeros de Kasrá, se reunieron junto al rey, colocaron el juego de ajedrez delante de ellos y lo contemplaron con gran atención; trataron de comprender, ensayaron todas las formas; jugaron unos contra otros de todos los modos; hablaron, preguntaron y escucharon, pero al no descubrir ninguno las reglas del juego, se marcharon con el rostro arrugado. Bozorgmehr se presentó ante el rey Kasrá, al que encontró irritado, decepcionado por lo que ocurría; pero como veía la manera de finalizar este asunto, que había comenzado tan mal, el sabio le dijo a Kasrá: “¡Rey, amo del mundo, vigilante y poderoso! Yo descubriré la marcha de ese hermoso juego, y aplicaré en ello todas las fuerzas de mi espíritu”.
El rey le dijo: “Es digno de ti triunfar en ello. ¡Que tu espíritu sea previsor y tu cuerpo se mantenga saludable! El Rajá de Ghonnuye dirá que yo no poseo ni un solo hombre de adecuado consejo y eso sería una gran vergüenza para mis Mubad, para mi corte, mi trono y mis sabios”. Bozorgmehr hizo que le trajesen el ajedrez, se sentó a reflexionar profundamente y con gran aplicación; buscó de cualquier forma la trama del juego, y ensayó hasta que hubo encontrado el lugar de cada pieza. Habiendo descubierto las reglas en un día y una noche y la manera de jugar, corrió desde su palacio hasta donde se encontraba el rey de Irán y le dijo: “¡Rey de victoriosa fortuna! He estudiado esas figuras negras y ese ajedrez y, gracias a la fortuna del poderoso amo del mundo, me he dado perfecta cuenta de cómo marcha el juego. Haz llamar ante ti al enviado del Rajá y a todos aquellos que desean ver el juego; pero es necesario que el rey de reyes lo vea primero; se diría que es la fiel imagen de un campo de batalla”. El rey se encontraba jubiloso por esas palabras; lo calificó de hombre de afortunados rasgos y favorito del destino, y ordenó que vinieran los Mubad, los nobles y los ilustres sabios. Después, hizo llamar al enviado del Rajá y lo hizo sentar delante del glorioso trono. Bozorgmehr tomó entonces la palabra y dijo: “¡Mubad del Rajá de rostro como el sol! ¿Qué te ha dicho tu señor sobre estas piezas? ¡Que la razón sea siempre tu compañera! El indio respondió: “Mi afortunado señor me dijo cuando lo dejé: lleva delante del trono del amo de la corona estas piezas de teca y marfil, y dile que las coloque delante de los Mubadhan, sus consejeros, reunidos en asamblea. Si ellos descubren la trama de este juego, si establecen de manera correcta y como lo hacen los amos sus reglas, nosotros enviaremos cofres de oro, esclavos y un tributo tan grande como podamos, ya que es en el saber que se basa el valor de los reyes y no en las riquezas, en sus súbditos o en un elevado trono. Pero si el rey y sus consejeros fracasan, si sus espíritus no son capaces de resolver el problema, entonces Kasrá no deberá solicitar de nosotros ni riquezas ni tributo, su sabia alma se pondrá en duelo por las riquezas adquiridas con tanto esfuerzo, y deberá reconocer la sutileza de nuestra alma y de nuestro espíritu y nos enviará riquezas en abundancia”.
Bozorgmehr trajo y colocó el ajedrez y las piezas delante del trono del rey, sobre el que velaba la fortuna, y le dijo a los nobles y a los Mubad: “¡Ilustres sabios de puro corazón! Poned atención a estas palabras y a la voluntad de su prudente amo”. Después el sabio preparó un campo de batalla, colocando en el medio al rey, a la derecha y a la izquierda las filas del ejército, la infantería de valientes por delante, el prudente Dastur (la reina) al lado del rey para guiarlo en la batalla; de los dos bandos los elefantes de guerra (los alfiles) observando el combate en su conjunto; más allá, los caballos de batalla montados por hábiles caballeros; en fin, de los dos lados las rocas (torres) a la orilla de unos y otros, y listas para combatir a derecha y a izquierda.
Cuando Bozorgmehr hubo ordenado de esa forma al ejército, toda la asamblea quedó asombrada; el enviado indio quedó muy entristecido por el hecho de que ese hombre, sobre el que velaba la fortuna, resolviera el caso; no podía dejar de sorprenderse del asombro que le causaba ese mago, y quedó sumido en sus reflexiones diciendo: “Este hombre jamás había visto un juego de ajedrez, ni oyó hablar de él a los sabios de la India; yo no le indiqué el papel que desempeñaban las piezas, ni le facilité ningún otro dato, ¿cómo pudo adivinarlo? Nadie en el mundo podría reemplazar a este hombre”. Kasrá, por su lado, estaba tan orgulloso de Bozorgmehr, que se diría que toda su fortuna rotaba en torno al sabio. Se encontraba feliz y lo trató con honor, hizo que le prepararan una magnífica vestimenta, que llenaran una copa de joyas dignas de un rey; le dio un cofre lleno de oro, un caballo con su brida y lo cubrió de bendiciones.
Historia de Gou y Talhend y la invención del ajedrez
Págs. 275-307 v. VI
El viejo y sabio Shahú, y se debe prestar atención a lo que dice el anciano, relata que había en la India un hombre que llevaba la cabeza en alto y poseía un tesoro, un ejército y todo un aparato de guerra. Era célebre en todas partes, su nombre era Yamhur y su renombre más grande que el de Fur. Este hombre era el rey de los indios, un hombre inteligente, sagaz y de sereno espíritu; poseía Cachemira y todo el país hasta las fronteras de la China; los grandes le rendían homenaje y dominaba la tierra gracias a su valentía; su residencia se encontraba en Sandal y era allí que mantenía su corona, su tesoro y su ejército, era en ese lugar que tenía su sello y su diadema. Yamhur era un hombre de mérito que buscaba instruirse; era poderoso, sabio y glorioso; sus súbditos, tanto las gentes de la ciudad como los sirvientes de la corte, se encontraban felices bajo su mando.
Ahora bien, había una mujer digna de ese hombre, prudente, hábil, sabia y que jamás hacía el mal. Una noche ella trajo al mundo un hijo que apenas se le podía distinguir de la luna, y el padre, cuando vio al joven príncipe, le dio por nombre Gou. Poco tiempo después, súbitamente el padre enfermó, hizo saber a la reina sus últimos deseos y murió. Ese hombre justo le dejó a Gou todo un mundo para gobernar, sin embargo, el niño todavía era muy joven para un trono, para una corona y una armadura. Todos los jefes del país cubrieron sus cabezas de polvo; con el corazón colmado de dolor por la muerte de Yamhur, y el mundo se encontraba lleno del recuerdo de su generosidad, de sus fiestas y de su justicia. Los guerreros y las gentes de la ciudad se reunieron; las mujeres, los niños y los hombres para formar consejo, diciendo: “Este pequeño no puede dirigir un ejército, impartir justicia, mostrar cólera, subir al trono y llevar la corona. Todo el reino sufre cuando se encuentra desprovisto de un poderoso amo”.
Ese rey tenía un hermano, un hombre inteligente y digno de un trono; el nombre de ese ilustre hombre era Mai, y la residencia de ese idólatra se encontraba en Danbar. Los hombres de experiencia que buscaban un rey se desplazaron desde Jandal hasta Danbar, y todos los grandes de Cachemira y de los países hasta la frontera de la China, aclamaron a Mai como su rey. El poderoso Mai llegó de Danbar y subió al trono del rey de reyes; colocó sobre su cabeza la corona de Yamhur, y comenzó a gobernar según las reglas de la justicia y con generosidad. Una vez subido al trono, se casó con la madre de Gou y educó al niño, al que amaba como a su propia vida. La mujer con rostro de Pari quedó embarazada, y esa gloriosa reina trajo al mundo un hijo de Mai, quien le dio por nombre Talhend, y por quien su alma sentía gran cariño.
Cuando el niño tuvo dos años y Gou, que era un chico valiente, brillante y fuerte, tenía siete, Mai enfermó y el corazón de su compañera se llenó de preocupación y tristeza; transcurrieron dos semanas de manera miserable y el rey murió, dejando en el mundo a otro. Todos los habitantes de Sandal se sentían desgraciados y lloraban; sus corazones se consumían de dolor por la muerte de Mai. Durante un mes permanecieron absortos en su duelo, pero al fin del mes, una muchedumbre, compuesta por todos los nobles y valientes del país, por todos los que poseían sabiduría, se reunieron, y esa asamblea discutió sobre todo tipo de proposiciones; al fin, un hombre sabio dijo a los demás que discutían: “Esta mujer, que fue la compañera de Yamhur, siempre se ha mantenido lejos de toda maldad, ella siempre ha seguido el camino recto con sus dos maridos, y ha buscado la justicia durante toda su vida. Esta mujer, que siempre ha sido justa y veraz, inspira confianza, es de alta cuna, y lo mejor que hay que hacer es tomarla por reina, ya que ella es la heredera de esos reyes”.
La asamblea adoptó ese parecer y, entonces, enviaron a un mensajero donde se encontraba esa casta mujer, a quien le dijo: “Ocupa el trono de tus dos hijos, es indispensable para el bien público; cuando tus hijos tengan la edad para reinar, tú les entregarás el poder, el trono y el ejército, y permanecerás siendo su guía, su amiga, su consejera y su apoyo”. Ante estas palabras, la mujer a quien la fortuna le sonreía, hizo brillar la corona y adornó el trono; ella ejerció el poder con moderación, con bondad y con justicia, y todo el reino eligió a dos virtuosos Mubad, hábiles y que habían viajado por el mundo entero; ella les confió a sus dos hijos, dos inteligentes príncipes; pero ella jamás renunció a la felicidad que consistía en verlos. Cuando los príncipes se tornaron fuertes, bien instruidos y expertos en todas las ciencias, de vez en cuando se acercaban de manera insolente a su madre, diciendo: “¿Quién entre nosotros se porta mejor, tiene el corazón más alto y hace mejor sus deberes?” La madre respondía a cada uno: “Para ver quién entre vosotros tiene más méritos, debéis mostrar aplicación, juicio, fe, hablar suavemente, buscar el respeto de los hombres; al ser los dos de raza real, necesitáis inteligencia, modestia, moderación y justicia”.
Cuando uno de sus hijos acudía solo donde se encontraba su madre, le decía: “¿A quién de nosotros, tus dos hijos, pertenece el país como rey? ¿De quién son este trono y esta diadema?” La madre le decía: “El trono es tuyo; tú eres sabio, inteligente y afortunado”. Y ella le repetía lo mismo al otro hasta la saciedad, de manera que cada uno se regocijaba de ser el heredero del trono, del tesoro, del ejército, de la gloria y de la fortuna. De este modo alcanzaron la edad viril, cada uno bajo un guía que le enseñaba el mal; los dos quedaron llenos de celos y se agitaron por la corona y el tesoro; el pueblo y el ejército se dividieron, y el corazón de los hombres virtuosos se llenó de temor.
Gou y Talhend se disputan el trono
Los hijos, hirviendo bajo la inteligencia de las malas enseñanzas de sus maestros, fueron a buscar a su madre y le preguntaron gritando que dijera cuál entre los dos se portaba mejor, cuál era el más paciente y el de mejor fortuna; la inteligente mujer respondió: “Debéis comenzar por hablar con vuestros Mubad, hombres fieles y de acertado consejo, para resolver la cuestión pacíficamente; después, vosotros y vuestros consejeros, consultareis a los grandes del país, hombres que poseen sabiduría. La pasión no concuera con los asuntos de estado; cuando se ambiciona la corona y el trono, es necesaria la razón, la inteligencia, tesoros y un ejército, y si un hombre injusto desea gobernar, llenará el mundo de cóleras y ruinas”.
El sabio Gou le dijo a su madre: “No intentes eludir nuestras preguntas. Si yo no soy digno de ser el honor de este país, dilo, y no hagas cálculos falsos; dale el trono y la diadema a Talhend, y yo seré su fiel servidor. Sin embargo, si poseo derechos por mi edad e inteligencia, y que una descendencia de Yamhur me designa para el gobierno, dilo, para que mi hermano no se lance, a causa del deseo por la corona y el trono, en una empresa llena de peligros”. Su madre le respondió: “No te apresures, hay que hablar con mesura. El que se siente en el trono de la realeza debe estar dispuesto a actuar, abrir las dos manos de la generosidad, conserar el alma pura de toda mala intención, y caminar sabiamente por los caminos de la razón; debe prepararse ante el enemigo en el combate y mantenerse atento hacia aquello que proporciona gloria o vergüenza. El amo del sol y de la luna pedirá cuentas de lo que se ha realizado de justo o injusto en el país y en el ejército, y si el rey oprime aunque sea a una mosca, su alma permanecerá tristemente en el infierno. El mundo es aún más negro que la oscura noche, y el rey necesita tener un espíritu más liso que un cabello para mantener su alma y su espíritu libres de todo mal y para comprender que la perversidad jamás trae nada bueno. Si un rey sentado sobre el trono de la justicia coloca su corona sobre su cabeza, hará feliz al mundo entero, pero al final, su almohada será un ladrillo y polvo, o será quemado en una fosa.
Yemhur era de una raza de reyes buenos, su espíritu rechazaba todo consejo inconveniente; murió prematuramente y le dejó el mundo a su hermano menor; el poderoso Mai de Danbar vino, que era joven, con un espíritu previsor y puro de intenciones. Todos los hombres de Sandal fueron donde estaba; fueron con el corazón henchido de sangre y deseosos de encontrar un rey. Mai llegó y se sentó en el trono del poder; dispuesto para el combate y con las manos abiertas para hacer el bien. Solicitó casarse conmigo y nos convertimos en marido y mujer, para que todos los asuntos permaneceran secretos. Ahora, tú que tienes un hermano mayor, que es el primero en edad y en juicio, trata de no dejarte atormentar por la ambición, por la corona y por el tesoro. Si elijo a alguno de vosotros dos, heriré al otro y me lo reprochará. No derrames sangre por la corona y el tesoro, ya que este fugitivo mundo no pertenece a nadie”.
Talhend escuchó los consejos de su madre y no los encontró convenientes para su persona. Así respondió: “Prefieres a Gou porque es el primogénito; mi hermano es mayor que yo, pero no es por la edad que una persona es mejor que otra. En la ciudad y en el ejército hay cantidad de hombres viejos como buitres en el cielo, pero no ambicionan el reino y la comandancia, la diadema, el tesoro, el trono y la corona. Mi padre murió aún joven, y no dejó a nadie el trono del poder; pero veo que tu corazón se inclina del lado de Gou, es él a quien tú quieres nombrar rey y, sin embargo, yo podría hacer hombres como él con barro. ¡Que me caiga una desgracia si permito deshonrar el nombre de mi padre!”
Su madre le replicó con un solemne discurso diciendo: “¡Que la bóveda azul del cielo me abandone, si yo le he pedido jamás eso a Dios o si lo he deseado de corazón! Toma a bien lo que te digo; no te irrites contra la rotación del cielo, que concede la felicidad a quien desea, y sólo confía en Dios. He dado todos los consejos que he podido; si no te convienen, entonces haz lo que te parezca mejor. ¡Que mis consejos puedan calmar vuestras almas!” Después, ella llamó a todos los sabios y repitió ante ellos todos los consejos que había dado a sus hijos; trajo las llaves de los tesoros de los dos reyes, que habían sido sabios y hombres puros; colocó delante de los grandes experimentados todo lo que había y lo repartió entre sus hijos, según la justicia. Ella hubiera querido satisfacer los deseos y favorecer los proyectos de sus dos hijos.
Gou le dijo a Talhend: “¡Hombre excelente que buscas caminos nuevos! Has oído cómo Yemhur era superior a Mai, en edad y en raciocinio. Tu noble y virtuoso padre no expresó ningún deseo de ocupar el trono de Yemhur; no le avergonzaba ser inferior, y no solicitó colocarse por encima de sus superiores. Piensa, entonces, si Dios, el dispensador de toda justicia, aprobaría que yo me mantenga sumiso como un esclavo ante mi hermano menor. ¿Por qué tu corazón se complace en a injusticia? Llamemos a algunos de los grandes del ejército, hombres inteligentes que le han dado la vuelta al mundo, y escuchemos lo que dicen, y nosotros nos conformaremos con su parecer y sus órdenes”.
Los dos jóvenes salieron del palacio de su madre, discutiendo y con el corazón lleno de incertidumbre; al final convinieron en no escuchar ni a los grandes ni a los Pahlevan, ni a los sabios ni a los ignorantes, sino adoptar el parecer de sus preceptores, cuyas enseñanzas les habían hecho conocer las ciencias e iluminado el espíritu. Los dos sabios consejeros llegaron y discutieron entre ellos. El preceptor de Gou deseaba que su alumno fuese el rey y amo de Sandal, y aquél que había instruido a Talhend, y que era el sabio más inteligente del país, por su lado, deseaba que fuese su alumno. Discutieron entre sí hasta que los dos príncipes se odiaron.
Después, colocaron en la gran sala dos tronos, sobre los que se sentaron los dos príncipes de victoriosa fortuna, colocándose a la derecha de cada uno los dos valientes maestros y así se disputaron la posesión del mundo. Se llamó a los grandes y se les hizo sentar en la sala, a la derecha y a la izquierda. Los preceptores comenzaron a hablar, diciendo: “¡Ah, vosotros, que sois grandes y de alta cuna! Vosotros, que recordáis el gobierno de los padres de estos ilustres príncipes; ¿a cuál de ellos queréis por rey?, ¿cuál de estos dos jóvenes pensáis que es el más puro?” Los Mubad, los grandes, los sabios de despierta inteligencia, quedaron confundidos; los dos jóvenes permanecieron sentados en sus tronos mientras que los dos sabios, que perturbaban la fortuna del país, hablaban, y los hombres de la ciudad y del ejército comprendieron que de este asunto sólo saldrían amarguras y disputas, que el reino quedaría dividido, y que los hombres juiciosos quedarían sumidos en la tristeza y el terror.
Un hombre de la asamblea alzó la cabeza, habló en alta voz y se puso en pie, diciendo: “¿Cómo podríamos nosotros, en frente de dos reyes y de dos Dastur, discutir sobre lo que hay que hacer? Mañana mantendremos una asamblea, donde hablaremos entre nosotros; después enviaremos a cada uno un mensaje, con la esperanza de que los príncipes queden satisfechos”. Así abandonaron el palacio descontentos y sombríos, con las bocas llenas de vanas palabras y el espíritu colmado de tristeza, diciéndose unos a los otros: “Este asunto es molesto; sobrepasa a los hombres que tienen más experiencia. Jamás habíamos visto dos reyes frente a frente, y delante del trono dos Dastur enemigos”.
Pasaron toda la noche con los rostros fruncidos, y cuando se alzó el sol por encima de las montañas, todos los grandes de la ciudad, todos los que debían ocuparse de este asunto, se reunieron; por todos lados se intercambiaban palabras apasionadas; entre los bravos, unos se inclinaban por Gou, otros hablaban a favor de Talhend; las lenguas se cansaban de hablar, y no se llegaba a un acuerdo acerca del camino a seguir. Unos enviaban mensajes a Talhend, y sus lenguas hablaban contra Gou, otros fueron donde se encontraba Gou, armados de mazas y espadas, declarando que sacrificarían sus vidas por su rey; y todo el país de Sandal se llenó de confusión a causas de esas amistades y enemistades. Sin embargo, un hombre juicioso dijo que una casa no puede permanecer de pie cuando tiene dos amos.
Gou y Talhend se preparan para el combate
Le dijeron a Gou y a Talhend que en cada calle había un jefe, que la ciudad estaba llena de tales gritos que los corazones se inquietaban, que todo el país se encaminaba a la ruina a causa de esas pasiones, y que los príncipes no lo debían permitir. Esas noticias los llenaron de terror y comenzaron a estar en guardia día y noche. Ahora bien, un día los dos jóvenes príncipes se encontraron, sin cortejo y sin Pahlevan. Comenzaron a hablar, con el rostro fruncido y la cabeza llena de ganas de combate. El ilustre Gou se encolerizó, su palabras lo hacían hervir, y así le dijo a Talhend: “¡Ah, hermano! No actúes de semejante manera. Todo esto se está extralimitando; no busques de manera imprudente y loca, algo que sabes que los sabios no aprueban. Sabes que cuando Yemhur vivía, Mai era como su sirviente. Yemhur murió y me dejó débil y muy joven, y no se puede otorgar el trono a un niño. Gracias a su sabiduría, mi padre hizo prosperar el mundo, y nadie osaba tomar su sucesión. Su hermano estuvo unido a él como lo está el alma al cuerpo, y el pueblo lo eligió para gobernar; sin embargo, si yo hubiera tenido la edad para reinar, nadie hubiera puesto sus ojos sobre Mai. Sigamos, entonces, las costumbres de nuestros ancestros, escuchemos a los sabios sobre lo que está bien y lo que está mal. Soy superior a ti por mi edad y por mi padre, y tú sabes que soy digno del trono. No hagas lo que no debe hacerse, no busques el trono de la realeza, y no llenes el país de discordia”.
Talhend respondió: “¡Basta! Nadie busca el poder por medio de argucias. Poseo ese trono y esa corona por herencia de mi padre; los poseo como producto de la simiente que sembró, y desde ahora en adelante, aseguraré mi reino por medio de la espada y el trono por medio del ejército. No hables tanto de Yemhur y Mai; si quieres el trono, tómalo a la fuerza”. Se separaron decididos a enfrentarse en batalla y regresaron a la ciudad para prepararse. Los guerreros y hombres de la ciudad, todos dispuestos para el combate, se dirigieron hacia los palacios de los príncipes. Una muchedumbre respaldaba a Talhend, y otra se inclinaba hacia Gou; se alzaba un gran ruido desde el palacio de los dos príncipes; ya no había en la ciudad espacio para colocar un pie. Talhend se preparó el primero para la batalla; abrió la puerta de su tesoro, ya que su coraje no permitía más demora, y entregó a su ejército todos los cascos y las corazas. Toda la ciudad se encontraba invadida por el terror, y el corazón de los hombres de juicio se partía esperando el resultado que la rotación del cielo traería. Todo el país oyó hablar de esos dos príncipes, y de todos lados llegaban tropas de hombres armados. Talhend fue el primero en revestir la coraza y en prepararse para derramar sangre; después, Gou hizo traer su cota de malla y su casco, e invocó a los manes de su padre. Fue así que se levantaron en medio de su cólera; hicieron poner los arneses a los elefantes y colocar las sillas en sus lomos; se hubiera dicho que la tierra se armaba para la guerra; todos los ojos estaban encandilados por las campanas y las campanillas de oro; todos los oídos se llenaron del sonido de los clarines.
Los dos jóvenes príncipes fueron a sus campamentos soñando solamente con su grandeza. El cielo se encontraba turbado a causa de los preparativos de guerra; los ojos se oscurecían a causa del polvo que levantaban los ejércitos; de los dos bandos se oía el sonido de las trompetas y el ruido de los timbales de bronce; se formaron las alas derecha e izquierda; se hubiera dicho que la tierra se había transformado en una montaña; los ejércitos extendieron sus filas sobre una extensión de dos millas; los poderosos príncipes se encontraban montados sobre elefantes; encima de cada uno flotaba un brillante estandarte; uno llevaba la figura de un tigre, y el otro la imagen de un águila real, y delante de ellos estaban las filas de la infantería, armadas de lanzas y escudos, de hombres dispuestos para el combate.
Gou busca entenderse con Talhend
Gou observó ese campo de batalla, y vio el aire estriado como el lomo de un valiente leopardo; todas las bocas llenas de polvo, toda la llanura cubierta de sangre y las lanzas mostrando el camino en medio de la polvareda. Su alma ardía de lástima por Talhend, y su razón cerró la boca de la pasión. Gou eligió un hombre elocuente, el mejor entre los grandes que lo rodeaban, y le dijo así: “Ve donde se encuentra Talhend y dile: No busques una lucha injusta contra tu hermano. Serás responsable de toda la sangre derramada en este combate; abre tus oídos a los consejos de Gou; no te dejes extraviar por las palabras de los malvados, ya que no se debe permitir que esta lucha deje en el mundo un reproche como recuerdo nuestro, y que el país de la India se convierta a causa de esta guerra, en un desierto y morada de leopardos y leones. Renuncia a este combate y a estos ataques; renuncia al injusto derramamiento de sangre; alegra mi corazón con la paz; alivia tu cuello del peso que la deuda de la razón te hace llevar. Haremos un tratado por medio del cual tú tomarás desde aquí hasta las fronteras de China, todas las comarcas que desees. Seamos amigos de corazón, y yo colocaré sobre tu cabeza una diadema; dividamos el reino como hemos dividido el tesoro, ya que este trono y esta diadema no valen tanto esfuerzo; sin embargo, si prefieres el combate y la injusticia, si dispersas el rebaño que estaba reunido, te lo echarán en cara en este mundo, y cuando estés en el otro, te pedirán cuentas. Teme al señor del sol y de la luna ya que, sin lugar a dudas, te has extraviado en este tenebroso camino. No te dejes llevar por la iniquidad ¡oh, hermano! ya que la injusticia no puede mantenerse ante justicia”.
El mensajero fue hasta donde se encontraba Talhend, portador del mensaje y de los consejos del príncipe; sin embargo, Talhend respondió: “Dile a Gou: no busques tantas excusas para evitar el combate; no te quiero ni como hermano ni como amigo; no eres de los míos, ni por la médula ni por la piel. Harás un desierto de este reino si te preparas a atacar a hombres valientes. Todos los malvados están de tu lado; son tu apoyo el día de Bahman; eres un pecador ante los ojos de Dios, ya que no posees reputación, eres de mala raza y de maligna naturaleza; serás maldecido a causa de la sangre que será derramada en este combate y yo seré bendecido. Después propones que compartamos la corona, este glorioso país y el trono de marfil; sin embargo, el poder, el trono y el reino me pertenecen; desde el sol hasta el dorso del pez sobre el que reposa el mundo, es mío todo, y preferiría que mi alma abandonara mi cuerpo antes de observar una corona y un trono al que pretendes ser rey; que me des un país y que quieras ser mi amigo. Ahora que he formado las filas de mi ejército y que el aire se ha convertido como brocado bordado en oro, habrá tantas flechas, lanzas y puntas de lanza que Gou no distinguirá los estribos de las riendas; iré al campo de batalla, haré caer las cabezas, haré proferir gritos de dolor a todo su ejército; llevaré mis tropas al combate, de manera que los más valientes quedarán desanimados; traeré a Gou con las manos atadas; sus ejércitos verán el polvo de la derrota y ninguno de los prisioneros, hasta el príncipe, podrá de nuevo revestir una coraza de combate”.
El inteligente mensajero escuchó esa respuesta que llevó, punto por punto, a Gou, quien ante esas palabras se afligió, al comprobar que Talhend era un hombre desprovisto de razón; llamó, colmado de preocupaciones a su preceptor; le habló largo rato sobre esa respuesta, y le dijo lo siguiente: “Tú, que buscas todo saber, indícame la manera de arreglar este asunto. Toda la llanura se encuentra cubierta de sangre y de cabezas sin cuerpos, todos los espíritus y los corazones sufren. No podemos permitir que al final esta lucha traiga para nosotros las desgracias del destino”. El sabio le dijo: “¡Rey! Tú no necesitas los consejos de un maestro, pero, ya que todavía solicitas mi parecer, no incluyas la codicia en esta lucha contra tu hermano. Envía hasta Talhend a un hombre de alto rango, sabio y de amables palabras, con un mensaje que pueda lograr calmar esta querella. Dale todos los tesoros que has heredado sin tomarte la molestia de acumularlos, ya que es preferible la vida de un hermano a los tesoros; mientras que tú conserves la corona y el anillo real, no te disputes con tu hermano por oro He observado la rotación del cielo y he visto que su vida terminará pronto, ya que entre los siete astros que giran en el cielo, no había ni uno solo en serle favorable. Talhend morirá en el campo de batalla, pero no hay que contribuir a ponerlo en peligro. No le concedas el sello de la realeza, el trono y la diadema para evitar que te pida en caballos y tesoros, dáselos para que no tengas que reprocharte su muerte. Tú eres el rey, los astros te son favorables; en los caminos celestes tú eres el más sabio”.
El rey escuchó ese discurso de su preceptor y decidió hacer un nuevo intento. Con el rostro inundado de lágrimas, a causa del sufrimiento que le causaba su hermano, eligió a un hombre de afortunada estrella, de suave hablar, y le dijo: “Ve donde se encuentra Talhend y dile: “Gou está colmado de dolor y de pena; su corazón se encuentra afligido y su espíritu entristecido, su cuerpo angustiado, su alma adolorida por esta rotación del cielo y por esta lucha, y le ruega al Creador, amo de la justicia, que haga nacer en tu alma la razón y el cariño para que renuncies al combate contra tu hermano. El preceptor que se encuentra a tu lado ha pervertido tu alma tenebrosa. Pregúntale a los doce signos del Zodíaco y a los siete planetas cómo terminará esta injusta obra. Por muy violento y valiente que seas, tú no podrás sustraerte a la rotación del cielo. Por todos lados nos encontramos rodeados de enemigos; el mundo está lleno de hombres malvados, y si nosotros combatimos entre nosotros mismos, me inquieto a causa del rey de Cachemira, del Faghfur de la China, que nos acechan por todos lados, y de las garras de los leones de Irán. Por esos tres lados seremos tratados con desprecio; los grandes, ávidos de combates, nos lo reprocharán; ellos dirán: “¿Por qué Talhend y Gou pelean por el trono y la corona? ¿Acaso no han nacido en la misma familia? ¿Acaso no son de raza pura a causa de sus padres? Y ahora, esos hermanos se entrematan, llevados a pelear a causa de los discursos de un consejero de perverso corazón. Si deseas abandonar a tus tropas y venir a mi encuentro, distribuirás luz sobre mi oscurecida alma; te daré oro, brocados, caballos y tesoros; no deseo entristecerte; recibirás de mi mano un país, un sello, una corona, brazaletes y un trono de marfil; no representa ninguna vergüenza para ti aceptar todo eso de parte de un hermano mayor, que no tiene gana alguna de pelear contigo. Pero si no haces caso alguno de mis consejos, al final te arrepentirás de lo que has hecho”.
El mensajero fue, como el agua que corre, donde se encontraba Talhend, el del alma sombría; le repitió las palabras de Gou y se extendió sobre lo referente a la realeza, a los tesoros, al oro, a las riquezas que le prometía. Talhend escuchó esas razonables palabras y de previsora prudencia; sin embargo, el secreto del cielo le era contrario, y Talhend no cedió a la proposición de su hermano; y así respondió: “Dile a Gou: Jamás serás otra cosa que un intrigante. Tu lengua será cortada por la espada de la desgracia; tu cuerpo será quemado por el fuego del Hirbad. He escuchado todos los vanos mensajes que me has enviado, pero veo que tu intención no es otra que desplegar la astucia. ¿De qué manera podrías darme un tesoro y un reino? Y ¿quién eres tú entre toda esta muchedumbre? El poder, el tesoro y la realeza me pertenecen; todo desde el sol hasta el dorso del pez sobre el que reposa el mundo. Es evidente que tu fin se aproxima, puesto que te entregas a semejantes reflexiones. He aquí un ejército que ocupa una línea de dos millas sobre el campo de batalla de caballeros y elefantes; trae, entonces, a tus tropas y comienza el combate; has venido a pelear ¿Por qué lo retrasas tanto? Te voy a mostrar mi poder que es tan grande que los astros cuentan tus días. Cuando ves el abismo ante ti, sólo sabes emplear la astucia, engañar y utilizar artificios; no sabes reflexionar; te encuentras lejos del trono y la corona; un hombre juicioso no diría que la fortuna te ha favorecido”.
El mensajero regresó con la boca llena de suspiros y le informó a Gou sobre todas las palabras del príncipe; fue de esta manera que se intercambiaron los mensajes, hasta que la oscura noche mostró su rostro. Los príncipes pusieron pie a tierra sobre el campo de batalla e hicieron excavar una gran fosa alrededor de los ejércitos; se expidieron las rondas que recorrían las llanuras, y la noche transcurrió de esa manera.
Batalla entre Gou y Talhend
Cuando el sol alzó su cabeza en el signo del León, la tierra se puso brillante como un mar de agua; el sol trajo una tela amarilla y la extendió sobre la oscura bóveda del cielo; se oyó el sonido de las trompetas y el ruido de los timbales que se alzaba de los recintos de las tiendas de los dos príncipes; los estandartes de los jóvenes reyes aparecieron, las alas derecha e izquierda se formaron; los dos príncipes, que llevaban en alto la cabeza, se dirigieron al centro de las dos líneas; sus sabios Dastur se colocaron a sus lados. Gou ordenó a su preceptor decir en alta voz a los jefes: Plantad cada uno vuestra bandera, sacad todos vuestras azules espadas; ningún héroe debe avanzar; ningún miembro de la infantería debe abandonar su puesto, ya que aquél que se impacienta el día de la batalla no es un hombre inteligente ni provisto de valor. Deseo ver cómo Talhend, junto con su ejército, se presentará al campo de batalla. Nada ocurre, desde el brillante sol hasta la oscura tierra, sin la voluntad de Dios, el muy santo, y mi espíritu sabe que el destino que me acordará será glorioso. Hemos intentado consejos, hemos hablado con mucho cariño, pero Talhend no ha aceptado nada. No derraméis sangre para enriqueceros, ya que tendréis tesoros que están ya preparados, y si un valiente de este ejército se abalanza hasta el centro de la pelea y encuentra a Talhend no deberá cubrirlo de polvo. Debemos avanzar contra los elefantes furiosos, sujetando bien las riendas pero animados por sentimientos de cariño”. El ejército respondió con este grito: “¡Obedeceremos! ¡Haremos de tu voluntad la norma de nuestras almas!”
Del otro bando, Talhend dijo delante del frente de su ejército: “¡Guardianes del trono! Para que obtengamos la victoria, para que la rotación de los astros nos conceda el fruto de la felicidad, sacad todos la espada de la venganza, confiad en Dios y golpead al enemigo. Si vosotros encontráis a Gou, no lo matéis, no le dirijáis duras palabras; sacadlo de lomos de su furioso elefante y traédmelo con las manos atadas”.
En ese momento, el sonido de las trompetas se alzó del pabellón del recinto de las tiendas reales; los relinchos de los caballos, el polvo que levantaban los jefes, el manejo de las pesadas mazas llenaron las montañas y las aguas de ruido; se hubiera dicho que el cielo que gira retrocedía; los clamores y los golpes de las hachas de armas eran tales, que nadie distinguía más los pies de las cabezas; las brillantes puntas y las plumas de águila de las flechas llenaban de tal modo el aire, que el sol retiró el borde de su vestimenta, el mundo se convirtió en un mar de sangre, las cabezas y las manos se doblaban bajo el peso de las armas.
Los dos príncipes, hijos de reyes, se lanzaron desde el centro de sus ejércitos como furiosos elefantes; Talhend y Gou alzaron la voz y gritaron: “¡Apártate de la corriente de aire que crea mi jabalina! ¡No avances a combatir contra tu hermano! ¡Cuídate del mal que pueda hacerle a tu propia vida!” Así se decían el uno al otro. El mundo entero no era más que un mar de sangre. Todos los héroes que golpeaban con la espada comenzaron a dar vueltas alrededor del campo de batalla y los golpes que propinaban los dos príncipes, ávidos de combates, hicieron correr en el río torrentes de sangre y sesos; y la lucha continuó así, sobrepasando cualquier medida, hasta que el sol hubo abandonado la bóveda del cielo.
Se oyó en la llanura la voz de Gou que gritaba: “¡Combatientes y jóvenes héroes! Si alguien solicita gracia, no os venguéis por haberos combatido, para que mi hermano retroceda ante la lucha y no la continúe cuando vez que está solo”. Muchos hombres solicitaron gracia a los héroes, muchos otros resultaron muertos en la lucha; todo el ejército de Talhend se dispersó; era un rebaño sin pastor y un pastor sin rebaño. Talhend se quedó solo, sentado sobre su elefante y Gou le dirigió en alta voz muchas palabras, diciendo: “¡Oh, hermano mío! Vuelve a tu palacio, cuida tu casa y tu corte; probablemente no encontrarás a muchos supervivientes de esa muchedumbre de hombres de ilustre espada. Has de saber que todo lo que es correcto proviene de Dios y ríndele gracias mientras vivas, por haber salido con vida de este campo de batalla; sin embargo, no es el momento para hablar contigo y retrasarte”.
Talhend escuchó estas palabras y se retorció de vergüenza; su rostro se inundó de lágrimas. Abandonó el campo de batalla y se fue a Margh, donde sus tropas se reunían de todas partes. Abrió la puerta de sus tesoros, pagó el sueldo, equipó al ejército, lo satisfizo en todo y adornó como se debía a todos aquellos que eran dignos de una vestidura de honor. Habiendo acomodado de esa forma a sus tropas con dinero y librado de preocupacione el corazón de los bravos, le envió un mensaje a Gou, diciendo: “¡Oh, tú! Que sobre el trono sólo eres una mala hierba y en el huerto quedarás consumido por las llamas; tu alma quedará atravesada y coserán tus ojos. Piensas que jamás podré molestarte; ¡no rodees tu corazón con un cinturón de ilusiones!”
Cuando Gou recibió ese brutal mensaje, apartó de su corazón todo cariño hacia su hermano; su corazón quedó lastimado por esas palabras y le dijo a su preceptor: “¡Mira semejante barbaridad!” El preceptor le respondió: “¡Rey! Eres el heredero del trono de tu padre y entre los que estudian eres el más sabio; eres el más poderoso entre los que llevan una corona. Para mí es cosa cierta, según la rotación del sol y de la luna, y te lo he dicho; que tu ilustre hermano no tendrá descanso y no cesará de combatir hasta hacerse matar y rodar en el polvo como una serpiente. En cuanto a ti, tu arte en la lucha debe consistir en abstenerte de cualquier precipitación. No le respondas de manera dura; aproxímate a tu hermano con ofrecimientos de acuerdos y cortesía. Todos sus esfuerzos lo conducen a su pérdida. ¿Qué puedes hacer tú al respecto? Es la voluntad de Dios. Si él desea el combate, recházalo, ya que desea apresurarse, y nosotros retardarnos”.
El príncipe hizo llamar al mensajero y le habló largo rato y con suavidad, diciendo: “Ve y dile a mi hermano: no seas tan rudo y tan colérico. La rudeza no conviene a los príncipes. Tu padre era un hombre ilustre y tú llevas un gran nombre. Veo claramente que rechazas mis consejos y que no aceptas mi alianza y, sin embargo, sólo deseo una cosa: que tú seas un grande y mi amigo. Voy a decirte todo lo que hay en mi corazón y hacia lo que mi alma se inclina. Un mal consejero ha desviado tu cabeza del camino fácil y de la vía de la razón. Pronuncia sólo, ¡oh, hermano!, palabras justas, ya que este mundo no es más que ilusión y viento. Decídete por la paz y, entonces, te enviaré todo lo que existe en tesoros y hombres que te son fieles, y tu desviado espíritu verá que mi alma se encuentra colmada de justicia. ¡Que tu corazón no rechace esta apertura! Mi intención es tal como te la he comunicado, si en tu obstinación deseas escucharme. Pero si te encuentras determinado a librar batalla, si no te inclinas hacia la amistad y la alianza, entonces prepararé mi ejército para el combate, ya que mis tropas necesitan un gran espacio. Avanzaremos en este sembrado país y llevaré mis tropas hasta la orilla del mar; cavaremos una fosa alrededor del campamento y cerraremos el camino a los hombres que desean combate; arrojaremos agua del mar en la fosa y cerraremos rápidamente las salidas de agua para que aquellos que sean derrotados no puedan escapar más allá de la fosa. Sin embargo, los que resulten victoriosos entre nosotros en esta batalla, no derramarán sangre en ese recinto cerrado; llevarán todo el ejército prisionero ¡y que a Dios no le complazca que empleen espadas y flechas!”
El mensajero partió, corriendo como el viento, y le repitió a Talhend todas las palabras de su hermano. Talhend escuchó el mensaje de Gou; ordenó a todos sus jefes del ejército reunirse donde él se encontraba; los hizo sentar a cada uno en el lugar correspondiente a su rango, les comunicó la respuesta de Gou y les reveló a todos el secreto; después, habló a sus guerreros de la nueva batalla que Gou deseaba librar a orillas del agua, diciendo: “¿Qué pensáis? ¿Qué debemos hacer para responder a su idea? Si os unís a mí, ninguno de nosotros rechazará el combate. Si Gou desea medirse con nosotros, ¡qué importa que sea en el mar o en la montaña, mientras los dos ejércitos puedan combatir en masa! Si aceptáis ayudarme en este combate, el leopardo no se asustará de los gritos del zorro. Todos los que deseen adquirir gloria, encontrarán en la posesión del mundo la realización de sus deseos más grandes; y si el hombre ambicioso cae gloriosamente, eso vale más que vivir siendo un objeto de victoria para el enemigo. Ahora que ha llegado el gran día, veremos en el campo de batalla quién es el lobo y quién es el cordero. Aquellos entre vosotros que muestren ardor en el combate actuarán conforme a sus propios intereses, ya que recibiréis de mí muchas riquezas, esclavos y caballos aderezados, os rendirán homenaje en todo el país, desde la Cachemira hasta el mar de la China y yo les daré todas esas ciudades a mi ejército, cuando sea el amo y tenga la corona y el trono”.
Todos los grandes que se mantenían en pie, colocaron sus frentes contra el suelo, diciéndole a Talhend: “Ambicionamos fama; tú eres nuestro rey y verás cómo gira el destino”.
Segunda batalla entre Gou y Talhend. Talhend muere sobre el lomo de su elefante
Un gran grito de guerra se alzó de la corte de Talhend, y su ejército emocionó a todo el país. El príncipe dirigió sus tropas hacia el mar, y los hombres de Gou aparecieron por su lado. Los dos reyes se colocaron frente a frente, buscando la mutua venganza; cavaron una fosa alrededor de los campamentos y la llenaron de agua cuando estuvo suficientemente profunda; los dos bandos formaron filas; los caballeros echaban espuma por la boca de rabia; se dispusieron las alas derecha e izquierda; colocaron los equipos al borde del agua; los dos poderosos reyes, colmados de pena y de rabia, hicieron colocar los asientos sobre los lomos de dos elefantes; ocuparon cada uno el centro de su ejército, y cada cual tomó la comandancia de sus tropas.
La tierra se volvió como la pez, el cielo tomó un color violeta por el reflejo de las puntas de las lanzas y de las banderas de seda; el aire se tornó como el ébano por el efecto del polvo; el ruido de las trompetas y el sonido de los timbales eran tales, que se hubiera dicho que el mar hervía y que los cocodrilos gritaban sedientos de sangre; los golpes de las hachas de armas, de las mazas y de las espadas eran tales, que del agua salía una niebla roja, ante la cual el sol levantó el borde de su traje, de manera que los hombres ya no se podían ver entre ellos mismos; se hubiera dicho que el aire hacía llover espadas y sembraba tulipanes sobre la tierra.
Los gritos y las lamentaciones se alzaban hasta por encima del cielo; era como si la resurrección hubiera llegado. Los ojos de los hombres que tenían poca experiencia quedaron aturdidos, el mundo entero se encontraba oscurecido por el polvo, y el suelo cubierto por tal cantidad de muertos, que los buitres no podían sobrevolarlos. Toda la llanura se encontraba cubierta de seos, de hígados y corazones; los cascos de los caballos quedaban empapados en el sangriento barro; una gran muchedumbre peleaba en la fosa llena de sangre, otros yacían sobre la tierra sin cabeza; el viento levantaba las alas en el mar, y el ejército de Gou avanzaba cuerpo tras cuerpo.
Talhend observó desde lo alto de su elefante; vio el mundo trastornado como las aguas del Nilo; el viento se tornaba en su contra y tuvo necesidad de pan y agua, sin embargo, el viento, el sol y las afiladas espadas no le daban descanso ni vía para escapar; por lo que se acostó sobre ese asiento de oro y murió, dejando a Gou todo el país de la India.
Los hombres mantienen su mirada pegada a su agrandecimiento y su corazón se lamenta y se llena de cólera ante toda disminución de su suerte; sin embargo, ¡oh, anciano! ni uno ni otro perduran; tú, en este mundo, debes optar ante todo por la alegría; por mucho empeño que emplees en acrecentar los tesoros, todos los tesoros del mundo no merecen el esfuerzo que cuestan. Gou, que observaba del centro de su ejército el campo de batalla, no vio más la bandera del joven príncipe; envió a un caballero para que viera el lomo del elefante de su hermano, recorriera el campamento, milla tras milla, y viera dónde sde encontraba esa bandera del color del rubí, que hacía que los rostros de los caballeros parecieron color violeta; y así Gou dijo: “Mi hermano ha cesado de combatir, a menos que el polvo le impida ver”. El caballero partió, vio por todos lados, pero no vio la bandera del jefe de los grandes; encontró el centro del ejército lleno de alboroto y de caballeros que buscaban al príncipe.
Regresó rápidamente, como el polvo, y le dio parte a Gou. El Sepahbod descendió de su elefante y recorrió dos millas llorando; encontró a su hermano, Talhend, muerto; encontró marchitas las mejillas de sus bravos a causa del dolor; examinó el cuerpo desde la cabeza hasta los pies, y por ninguna parte en su pecho y sobre su piel encontró una herida. Profirió gritos, se desgarró la carne, se sentó colmado de desolación y duelo por su hermano, diciendo: “¡Qué desgracia! ¡Valiente joven! Te has ido colmado de dolor y con el alma herida; la rotación de una estrella enemiga te ha matado, sin que un viento hostil te haya tocado. Tu cabeza se desvió de tus maestros; hasta muerto y el corazón de tu madre se ha quebrado. Con cariño te di muchos consejos, sin embargo, no quisiste aprovecharlos”.
Cuando el preceptor de Gou llegó a ese lugar y vio al ambicioso Talhend muerto, se arrastró por el suelo ante Gou y gritaba: “¡Qué desgracia! ¡Nuevo amo del mundo!” Seguidamente, comenzó a aconsejarlo y le dijo: “¡Poderoso rey! ¿Para qué sirven esta tristeza y este duelo? Lo que tenía que ocurrir, ocurrió. Debes darle gracias al Creador por algo, y es que Talhend no murió a manos tuyas. Le predije al rey, según los movimientos de Saturno, de Marte, del sol y de la luna, todo lo que ocurriría; cómo ese joven se doblegaría en el combate y cómo él mismo causaría su propio fin. Ahora, Talhend ha pasado como el soplo del viento; ha desaparecido a causa de su locura e impetuosidad; sin embargo, allí se encuentra un gran ejército, colmado de dolor y cólera que tiene puestos los ojos en ti. Cálmalo y tranquiliza nuestros corazones; satisface la razón y calma tu propia alma. Ya que si el ejército ve al rey a pie en el camino y llorando de tristeza, el respeto que te deben quedará menoscabado, y los más ínfimos súbditos se tornarán insolentes en tu contra. Un rey es como una copa llena de agua de rosas, que se estropea con el polvo que levanta un soplo del viento”.
El inteligente príncipe aceptó el consejo del sabio y proclamó en alta voz al ejército: “¡Ilustres y valientes súbditos del rey! Que ninguno de vosotros se quede en este campo de batalla, ya que los dos ejércitos no forman más que uno; es necesario que os unáis y me rindáis homenaje. Os encontráis bajo mi protección; sois para mí la herencia de una gran alma, la de mi hermano”. Seguidamente convocó a los sabios, la sangre de su corazón goteaba de sus pestañas; hizo preparar para Talhend un estrecho féretro en marfil de oro, turquesas y tablas de madera de teca, que calafatearon con goma, asfalto, alcanfor y almizcle; Gou cubrió el rostro de su hermano con brocado de Send, y ese ilustre príncipe indio desapareció. Desde allí, Gou llevó sin demora su ejército y no se detuvo largo tiempo en el camino y en las estaciones.
La madre de Talhend se entera de la muerte de su hijo y realiza gran duelo
La madre de los príncipes no dormía ni descansaba, ni tomaba alimento desde que habían elegido el campo de batalla; mantenía siempre un vigía en el camino, y sus días transcurrieron en medio de la amargura. Cuando el ejército, a su regreso, levantó el polvo del camino, el vigía observó con atención desde lo alto de su puesto; vio aparecer la bandera de Gou, y vio al país cubierto de tropas.
Vio sobre una distancia de dos millas, esperando divisar la corona de Talhend y su elefante, y al no verlos en medio de ese ejército, despachó desde su puesto a un caballero y le hizo saber a la reina: “Un ejército, compuesto de Gou y la muchedumbre de los suyos, ha pasado al pie de la montaña, pero ni Talhend, ni su elefante, ni su bandera, ni sus grandes con botines de oro, aparecen”.
Entonces, la sangre de la madre cayó a torrentes desde sus pestañas; se golpeó varias veces la cabeza contra la pared. Seguidamente, habiendo recibido la noticia de que esa gloria imperial se había eclipsado, que Talhend, que había aspirado a la posesión del mundo, había muerto y había entregado a Gou su real trono, la madre corrió al palacio de Talhend, con el rostro ahogado en lágrimas de sangre; ella desgarró todas sus vestiduras, arañó sus mejillas, entregó su palacio al fuego, y quemó su tesoro, su corona, el trono y su poder. Después la madre encendió un gran fuego para quemar, según el rito indio, el cuerpo de Talhend, para dar testimonio de su fe por medio de ese duelo.
Cuando Gou supo las noticias de su madre, azuzó su rápido corcel y llegó hasta donde ella se encontraba; la estrechó entre sus brazos, con los ojos repletos de lágrimas y le suplicó, diciéndole así: “¡Madre, llena de ternura! ¡Escúchame! Somos inocentes de este combate. Ni yo ni mis amigos lo hemos matado; ningún héroe de mi ejército creyó estar permitido lanzar contra Talhend el menor viento hostil. Ha sido la rotación de una infortunada estrella lo que lo ha matado”.
La madre le respondió: “¡Tú que has obrado con maldad! ¡El cielo te castigará! Has matado a tu hermano por la corona y el trono, y ningún hombre de puro corazón te calificará de afortunado”. Gou le dijo: “¡Mi dulce madre! No debes pensar mal de mí. Cálmate para explicarte lo que ocurrió en el campo de batalla y lo que hicieron los reyes de los ejércitos. ¿Quién hubiera osado aproximarse a Talhend para combatirlo? ¿Quién hubiera pensado ni siquiera pelear contra él? Juro por el que distribuye la justicia, el que ha creado el día, la noche y el cielo que gira, que a partir de ahora no miraré ni el sello, ni el trono, ni mi caballo, ni mi maza, ni mi espada, ni mi casco antes de aclarar todo esto para ti, antes de devolver la dulzura a tu amargado corazón y hacer ver a tu espíritu que la mano de nadie ha causado su muerte. ¿Quién, en el mundo, puede escapar a la muerte, aunque esconda su vida bajo un casco de acero? Cuando esa llama se extingue, morimos, y nadie puede prolongar su vida, ni siquiera de una sola respiración. Si no te calmas después de haberte demostrado lo que te diga, juro por Dios, el muy justo, que quemaré mi cuerpo en el fuego y regocijaré, así, al alma de mis enemigos”. Ante las palabras de Gou, su madre se compadeció de la alta estatura de su hijo, y de que un joven tan valiente quemara ese cuerpo que todavía no había tenido tiempo para utilizarlo. Ella le respondió a su hijo: “Muéstrame cómo Talhend murió sobre su elefante; si no puedes aclararme eso, mi alma quedará consumida en el fuego del dolor”.
Gou regresó a su palacio, lleno de dolor, llamó a su preceptor, que conocía el mundo y le contó lo que había ocurrido con su madre, y cómo se había agitado hasta el punto de desear quemarse. Se sentaron para mantener consejo ellos dos, Gou y el preceptor, sin admitir la presencia de nadie más, y el amable preceptor le dijo a Gou: “No llegaremos fácilmente a lo que deseamos. Llamemos a los jóvenes y a los ancianos de todas partes donde haya un hombre ilustre por su sagacidad; llamemos de Cachemira, de Danbar, de Margh y de Mai a hombres estudiosos y de ingenio, y hablaremos del río, de la fosa y del campo de batalla a aquellos que buscan el camino correcto”.
Se inventa el ajedrez para consolar a la madre de Talhend
Gou envió caballeros a todas partes donde se encontraba un distinguido Mubad y todos llegaron a la puerta del rey; llegaron a esa corte ilustre. El ilustre rey se sentó con esos indios, hombres poderosos, sabios y de brillante espíritu; y el preceptor les hizo un plano del campo de batalla para mostrarles cómo se había desarrollado el combate entre los reyes del ejército; todos hablaban a ese ingenioso hombre del río, de la fosa y de la toma de agua; ninguno de ellos abrió la boca si no era para hablar de ese tema. Cuando el sonido de los timbales e hizo oír en el Meidan, esos hombres llenos de experiencia hicieron que trajeran madera de ébano, y dos hombres poderosos y bondadosos hicieron una tabla cuadrada representando la fosa, el campo de batalla y los dos ejércitos, situados frente a frente uno del otro. Sobre ese tablero dibujaron cien casillas, sobre las cuales los ejércitos de los reyes podían moverse; seguidamente, hicieron dos ejércitos en madera de teca y en marfil, y los dos reyes que llevaban la cabeza en alto, majestuosos y coronados; los peones de la infantería y los caballeros formaban dos filas en orden de batalla; se hicieron las figuras de los caballos, de los elefantes, de los visires y de los bravos que se abalanzaban a caballo contra el enemigo, tal como lo hacen en el combate, unos precipitándose, otros dando saltos, y los otros con calma.
El rey se encontraba en el centro, teniendo a su lado a su mable preceptor; al lado de éstos estaban dos elefantes que hacían levantar una polvareda como las aguas del Nilo; al lado de los elefantes se encontraban dos dromedarios montados por hombres de correcta intención; los dromedarios estaban seguidos de dos caballos y sus caballeros, listos para pelear en los días de la batalla; en fin, esa fila se terminaba en los dos ejércitos por dos valientes peñas, con los labios llenos de espuma de sangre. Los peones movían hacia delante, destinados a ayudar a los otros en el combate; y si uno de ellos se adelantaba hasta el borde del campo de batalla, se colocaba delante del rey como el preceptor. El rey jamás avanzaba en el combate más allá de una casilla; por el contrario, el elefante, que llevaba la cabeza en alto, podía atravesar tres casillas y observaba todo el campo de batalla; el caballo, de igual modo, iba hasta la tercera casilla y una de las cuales se separaba de su camino recto. Nadie se atrevía a combatir frente a la peña, ya que ésta podía atravesar todo el tablero.
De esta forma, cada uno se lanzaba a la arena que le correspondía, y no realizaba ni un movimiento de más ni de menos. El que se encontraba cerca del rey en el combate, decía en alta voz: “¡Cuidado con el rey!” y el rey abandonaba su casilla, justo en el momento en que ya no podía moverse más, ya que el otro rey, el caballo, el preceptor, el elefante y las tropas a pie, le habían cerrado el camino; así el rey miraba a su alrededor, por los cuatro lados, viendo a sus hombres derrotados y sus cejas fruncidas, con el agua y la fosa que le cerraban el paso, con el enemigo a derecha e izquierda, delante y detrás de él y, además, se moría de cansancio y de sed; tal era el destino que le había fijado el cielo que gira.
Gou, el noble y amable rey, había deseado ese juego de ajedrez, que representaba el destino que había corrido Talhend; su madre lo vio con detenimiento, con el corazón hinchado de sangre por la muerte de su hijo; ella permanecía día y noche, colmada de dolor y de cólera; con los ojos fijos en el tablero de ajedrez; ella ya no quería ni deseaba ese juego, ya que su alma se encontraba desolada a causa de la pérdida de Talhend; no cesaba de derramar lágrimas de sangre y no esperaba que ese juego de ajedrez curara sus penas. Así permaneció sin comer y sin moverse hasta que llegó su fin. Tal es la naturaleza de las cosas del mundo; a veces te llenan de tristeza, a veces de alegría. He concluido esta historia tal como la supe de antiguos relatos, y el ajedrez permanece desde ese tiempo como un recuerdo entre los hombres.
He concluido la historia de Yazdguerd el día de Ard del mes de Sefendarmaz (25 de febrero de 1010 dC); cuando han transcurrido cinco veces ochenta años después de la Hégira, he concluido el Libro de los Reyes.
¿Quieres comentar algo?