LYCOFRÓN – Francisco J. Fernández
El profesor de filosofía Francisco J. Fernández (a quien, en adelante, llamaremos FF, por razones de brevedad) pide a sus alumnos que redacten un diario en el que deben consignar sus impresiones de cada clase, diario que él evaluará posteriormente y en el que hará los comentarios oportunos.
El libro está escrito por un alumno imaginario, quien nos cuenta no sólo sus impresiones de las clases, sino también las que le produce su profesor, cuya forma de enseñar no es precisamente ortodoxa.
FF, discípulo y admirador confeso de Leibniz, cree, como su maestro, en la continuidad o interconexión de saberes y disciplinas, de ahí que la lógica, la lingüística y la ontología cabalguen juntas, acompañadas, a veces, del ajedrez o de la cultura popular, amén de las propias experiencias vitales del profesor.
Durante las disquisiciones y debates puramente filosóficos, FF informa a sus alumnos de un raro sofista, Licofrón, que apenas aparece en los anales de la filosofía, y eso hace que la definición de sofista (esos malabaristas del lenguaje y maestros de la retórica, seudofilósofos que tanto detestaba Sócrates) se encuentre ya con un callejón sin salida, un cul-de-sac que no hace sino reafirmar la extrañeza de la filosofía: ¿es posible extraviarse en un callejón sin salida?, y de ahí Platón y Aristóteles y las cuestiones relativas al ser. Parece que Licofrón era partidario de abolir el verbo ser. Ontología, ese potro de tortura del estudiante de filosofía. El autor sugiere que el citado también querría suprimir la coma, mientras que Willard Quine, un especialista en lenguaje, también quería suprimir el verbo existir. Unos tipos curiosos estos filósofos.
¿Qué se propone FF cuando, deliberadamente, deja una atinada y aguda pregunta en suspense, dando por concluida la clase? ¿No es el propósito de la filosofía enseñar a pensar, incluso obligar a pensar? ¿Y no es una apropiada forma de seducción suscitar el interés del estudiante de un modo tan dinámico como despertar el aguijón de la curiosidad y sus latigazos?
Además de recomendar a sus alumnos la lectura de Shakespeare (apuesta segura) o que citen fuentes bibliográficas para habituarlos, entre otras cosas, a citar con rigor, FF puede llevarlos inesperadamente a los Angelitos negros del, en otros tiempos, famoso cantante Antonio Machín. ¿Por qué, reprochaba Machín al pintor, nunca había pintado un ángel negro? Y esa canción, que se escuchaba en la radio a todas horas, y que había conmovido como ninguna otra a la ñoña España de posguerra, se convierte en filosofía. Así, lo que creíamos era una cuestión ética, resulta que es estética. Pero también las aventuras de Astérix son materia filosofable y, por tanto, digna de comentar, lo mismo que el sorprendente interés que tan sesudo filósofo como Martin Heidegger sentía por los intermitentes de los automóviles, a los que dedica un capítulo en su obra capital Ser y tiempo. Signos todos: depende de cómo se interpreten y qué reflexiones susciten cuestiones tan dispares. ¿Puede la filosofía con todo?
Se nos habla también de la idea de Max Weber, en el sentido de que el estado ejerce el monopolio de la violencia, de héroes y funcionarios, de la nación española y de la dictadura de Franco. Tras referirse a Aquiles, Don Quijote y la épica, el autor cuenta a sus alumnos que, al final de su carrera, había escrito un trabajo sobre el género épico, “haciendo un recorrido más o menos exhaustivo, desde Aquiles y Ulyses hasta el Capitán Trueno de Víctor Mora y el Príncipe Valiente de Harold Foster (la subliteratura del cómic, la forma contemporánea de la épica), pasando por Chrétien de Troyes y el Quijote.”
Las notas bibliográficas son excelentes, dado que no se limitan a unos datos desnudos, sino que forman, en sí mismas, historias o mininarraciones independientes, constituyendo así un valioso apéndice. En algunas, se encuentran referencias al ajedrez.
Unas palabras, por último, sobre los principales personajes del libro, pues a fin de cuentas se trata de una construcción literaria. Mientras que el profesor aparece muy bien perfilado, con sus rasgos humanos (por momentos, enigmático; a veces, no disimula sus malos humores; otras, cuenta incidencias de su vida cotidiana o llega en chándal, etc.), el alumno (¿15, 16 años?) no es tan convincente. Es natural que se le apliquen cualidades y una inteligencia despierta, pero, por ejemplo, su dominio de idiomas parece un tanto inverosímil, pues maneja expresiones en varios (incluidos latín y griego) con una soltura realmente no muy creíble. Pero esto no resta un ápice de valor al libro, sugestivo e inspirador: una auténtica joya. Si, en una de esas distopías surrealistas, algún insensato me hubiese nombrado, vade retro, ministro de Educación (¿existe ese Ministerio?), habría impuesto su lectura obligatoria a todos los enseñantes, o, al menos, a los de Letras. Y si, en mi remota adolescencia, hubiera tenido la fortuna de encontrarme con un profesor así, estoy seguro de que me habría dedicado a estudiar filosofía.
Celebro poder decir ahora que el autor cuenta, al menos, con dos lectores de su libro, y, además de felicitarle efusivamente, sólo queda plantearle una pregunta impertinente y existencial: ¿ha aprobado ya el examen de conducir?
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LYCOFRÓN – Diario de clase
Francisco J. Fernández
Editorial Círculo Rojo, 2021
978-84-1385-313-0
182 páginas
15 x 21 cm.
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