El texto que sigue forma parte de un libro sobre BOBBY FISCHER, que publicará en breve La Casa del Ajedrez.
Antonio Gude
Muchos años atrás, la Rue Saint-Jacques, en pleno Barrio Latino de París, estaba plagada de librerías esotéricas y de culto, como, por ejemplo, Shakespeare and Co., cuya propietaria, Sylvia Beach había editado, entre otras, una de las obras capitales de la literatura en el siglo XX: Ulises, de James Joyce.
Muy cerca del Sena, tenía en esa calle su guarida Julien Guisle, un conocido problemista que firmaba con seudónimo (Julian Quike). La librería, que también era su vivienda, era un auténtico cuchitril, pero albergaba incontables tesoros ajedrecísticos. Todo lo que allí se vendía era de segunda mano. Había libros de todo tipo y condición, lo mismo que colecciones de revistas en todos los idiomas (rusas, inglesas, alemanas, yugoslavas, argentinas…), envueltas, por años, en un papel rústico y atadas con cordel.
Imaginé que un Bobby Fischer cuarentón visitaba aquel antro mágico (tal vez lo había hecho) y rebuscaba con avidez por entre aquellas revistas y boletines de la estantería superior. Guisle, un hombre flaco, solitario y melancólico, sólo salía de la trastienda cuando era requerido. Dejaba entonces su eterna taza de té, apartaba la vieja cortina que separaba las dos dependencias y atendía al cliente. Ni siquiera envolvía la compra. No tenía con qué hacerlo. Cobraba y la transacción quedaba rematada. Fischer se iba con su botín y en el momento de abrir la puerta para salir, escuchaba la voz de Guisle, que, cargada de reproche, le decía: «¿Por qué nos ha dejado usted?»
Otra de mis visiones (para un improbable guión de cine) se fijaría también en el tiempo enigmático y pantanoso de los años ochenta. Haciendo honor a su apellido, Fischer se ganaba la vida pescando a tanza en un remoto lugar de la India. Al atardecer regresaba al pueblo, en un viejo bote de remos, y vendía su pesca al dueño de un bar para turistas.
Las cosas, sin embargo, no eran así. Nadie sabía muy bien cómo eran.
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