Jean-Michel Guenassia (Argel, 1950) es el autor del acontecimiento literario de 2010 en Francia, El club de los optimistas incorregibles, cuya acción transcurre entre las décadas 1960-1980 en París. El libro, publicado en España por RBA, tiene más de 600 páginas y ganó en Francia el Premio Goncourt des Lycéens, vendiéndose, en poco tiempo, más de 200.000 ejemplares.
La novela empieza en 1980, en el entierro de Sartre, a quien el autor considera el último optimista porque, como declara en una entrevista, «era el último optimista, de los que creían que podían cambiar las cosas, de ese tipo de personas que piensa que el mundo puede cambiarse.»
Hay una referencia al ajedrez:
«Yo, como el protagonista, jugaba al futbolín. Así fue cómo vi a Sartre y Kessel, que jugaban al ajedrez y se reían. Después, muchos años después, me enteré por un refugiado húngaro (que, por cierto, odiaba a Sartre), que éste y Kessel ayudaban siempre con dinero a los refugiados del Este. En ese bistrot, donde Sartre y Kessel jugaban, había un club de ajedrez. Era un bar grande que ya no existe. Ahora es una floristería. Allí se reunían los refugiados, los apátridas. Así es cómo nació esta historia.»
Joseph Kessel y Jean-Paul Sartre eran de ideología opuesta, pero eso no les impedía departir ni pasar sus buenos ratos: ambos eran intelectuales, escritores en un país en el que el intercambio de ideas era un hábito.
Ciertamente, había un pujante club de ajedrez en la Plaza Denfert-Rochereau, que yo mismo frecuenté en algunas ocasiones, y cuyo gestor era el Sr. Sol, muy activo en el ajedrez parisino de la época. Me sorprende, sin embargo, que el novelista llame ‘bistrot’ a aquella importante cafetería, pues bistrot se aplica más bien a una tasca o una taberna, aunque haya algunos bistrots coquetones. Pero el de Denfert-Rochereau era una ‘brasserie’ (bar/café/restaurante/estanco) y el club de ajedrez ocupaba una sala interior bastante amplia, en la que, además de armarios y vitrinas, cabrían unas veinte mesas.
Qué optimista incorregible, Sartre, y qué gran pecado el suyo: pretender cambiar el mundo…
(Es posible que la memoria me traicione y la plaza se llame Belfort y yo la confunda con el nombre de la parada de metro que en ella se encuentra.)
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