El tema de las tablas cortas, de salón o de gran maestro es eterno, pero en el fondo está resuelto en el fuero interno de todo profesional: si convienen, se hacen y punto.
Las disposiciones de torneos («las tablas están prohibidas antes de la jugada x»), las denuncias de los comentaristas éticos, las críticas de otros competidores… les traen al fresco. El pragmatismo de los tiempos, los puntos Elo y los premios en efectivo son, a su modo de ver, razones de peso más que suficientes para acordar el empate cuándo, cómo y con quién quieren. No tienen que explicarlo y si alguien se molesta, encogimiento de hombros y, como mucho, el comentario: «quien critique las tablas cortas es que es un ignorante».
Pero no siempre ha sido así y en otros tiempos algunos grandes jugadores se atormentaban por haber hecho tablas cortas.
El de Dresde 1892 (7º Congreso de la Federación Alemana) fue un fuerte torneo internacional de la época, con 18 participantes, entre los cuales se encontraban grandes figuras, como Winawer, Blackburne, Mason, Albin, Marco, von Bardeleben, Mieses, Alapin y otros. Resultó vencedor Tarrasch (12 puntos), seguido de Makovetz y Porges (10,5), Marco y Walbrodt (10), von Bardeleben y Winawer (9,5), etc.
En su famoso libro Dreihundert Schachpartien (300 partidas de ajedrez), Tarrasch comenta que, para asegurarse el primer puesto, hizo sendas tablas el último día (se jugaban dos partidas diarias), y muestra una increíble necesidad de justificarse, escribiendo:
«Estas dos últimas partidas tablas causaron cierto resentimiento, y no sin razón. Pero tengo un montón de razones para justificarlas. El último día del torneo sentía una emoción indescriptible. Conseguir el primer premio en un torneo internacional, por tercera vez consecutiva no era cualquier cosa, y además por la calidad de mi juego creo que lo merecía. Por otro lado, a diferencia de los torneos de Breslau y Manchester, aquí no tenía la menor certeza de que pudiese conseguir el primer puesto. Además, una cantidad inusualmente grande de partidas aplazadas añadió incertidumbre al desenlace del torneo. Makovetz, por ejemplo, que me siguió los talones durante todo el evento, había suspendido varias partidas en posición incierta; Walbrodt tenía media docena, y yo mismo tenía tres partidas pendientes de conclusión, dos aplazadas (contra Paulsen y von Gottschall) y otra con Loman, en la que éste había superado el tiempo de reflexión, pero que, por disposición del Comité, debía volver a jugarse. Así pues, era lógico temer que, por algún accidente en las últimas horas del día, pudiese escapárseme el primer puesto en el torneo. En tales circunstancias, no podía aventurarme en las dos últimas rondas, y no se me puede culpar por haber tratado de asegurar el primer premio, como el lector comprenderá. Me hubiese encantado ganar ambas partidas, pero en ninguna de las dos me encontré con ventaja.»
Comenta entonces sus partidas con Mason y Walbrodt (tablas en 12 y 10 jugadas, respectivamente), y sigue comentando:
(a propósito de la partida con Walbrodt):
«Makovetz y Mason llegaron, en la octava ronda, a la misma posición, aunque con los alfiles de dama en h4 y h5, que luego jugarían a g3 y g6, respectivamente, se cambiarían, seguidos de un cambio de torres en la columna e, y tablas. Y en el Torneo de Manchester se produjo la posición anterior entre Alapin y yo, en la que, tras el cambio de torres, Alapin me propuso tablas, aunque yo las rehusé. La partida se prolongó hasta la jugada 52, cuando casi sólo quedaban ya los reyes sobre el tablero, pero no conseguí hacer más que tablas. Tener presente esta partida seguramente me indujo a aceptar las tablas. ¿O debía haber jugado esta posición a ultranza, arriesgándome a perderla? Si, posteriormente, la partida aplazada con von Gottschall hubiese finalizado en empate, y no hubiese ganado a Loman, ¡para eludir las posibles críticas habría entregado en bandeja el primer premio a un extranjero!
Parece que de lo que en realidad se me acusa no es de haber hecho tablas en esas dos partidas, sino de haberlas hecho tan pronto. Sin embargo, debo rechazar el dudoso honor de haber inventado las tablas cortas. Así, tanto en los torneos de Francfort (1887) y Breslau (1889), como en este mismo de Dresde, se produjo una buena cantidad de tablas cortas, por las que nadie se escandalizó o mostró indignación.»
Tarrasch relaciona entonces una serie de tablas cortas, entre 10 y 15 jugadas. Prosigue el mea culpa:
«No nos sorprende que la prensa ajedrecística critique los casos de tablas infundadas, aunque sería deseable que aportasen razones técnicas, e incluso en el libro del Congreso hay deslices poco justificados, por su incomprensión y falta de argumentos. En este sentido, debería recordar que mi comportamiento ante el tablero siempre ha sido ejemplar. ¿Puede alguien señalar alguna de mis partidas anteriores en la que no haya intentado ganar, antes de ofrecer o de aceptar tablas? ¡Todas las demás partidas en que he hecho tablas tienen una duración de entre 50 y 60 jugadas!
A continuación menciona un tercer caso en que hizo tablas cortas, contra Blackburne, cuando tenía ventaja de posición y de reloj. Entonces le ofreció tablas, consciente de que su rival no se encontraba bien de salud. Y concluye:
«A pesar de todas estas excusas, debo confesar que me avergüenzo de esas dos últimas tablas. Una partida de una docena de movimientos no es una partida, sino una caricatura de partida. Yo estaba firmemente decidido a no caer jamás en esa farsa, y me he mantenido fiel a mí mismo, con esa única excepción.»
¿Qué jugador actual se molestaría en justificar unas tablas de ese tipo, en la última ronda de un torneo? En realidad, no se molestaría en justificarlas en ningún momento. La conveniencia del resultado sería (es) siempre suficiente justificación y aún se extrañaría de que alguien lo cuestionase.
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