literatura, agosto 20, 2016

TEORÍA DE LA SUPLANTACIÓN (1)

TEORÍA DE LA SUPLANTACIÓN

 

Análisis crítico de la novela Amphitryon, en la que el ajedrez tiene una abrumadora presencia. Un homenaje a Ignacio Padilla.

 

Antonio Gude

 

Amphitryon, según la mitología, es el nombre de aquel guerrero suplantado en su lecho conyugal por el mismísimo Zeus. Una invitación difícilmente voluntaria, que es el sentido que ahora tiene la palabra anfitrión: el que recibe a un invitado y lo sienta a su mesa. Pero Amphitryon también es (al menos en esta ficción, no sé si en la realidad) el nombre de un proyecto concebido por algunas personalidades nazis para suplantar a otras, con la intención declarada de protegerlas en situaciones críticas o atentados, aunque la naturaleza del proyecto sugiere por sí sola la idea maquiavélica de tomar el puesto de esos personajes y, tal vez, hacerlos desaparecer.

La propuesta no puede ser más literaria y esta novela, que ganó el pasado año el Premio de Primavera, tiene todos los méritos de una creación cuyo resultado está a la altura de la idea. Su autor forma parte de una generación que se autodenomina del crack, algo que puede resultar sospechoso de esnobismo y que, en cualquier caso, debe significar “ruptura”. ¿Ruptura con qué o con quién? Seguramente con la generación o generaciones precedentes, que en el caso de México alinea nombres tan ilustres como José Revueltas, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Sergio Pitol y algunos otros. No sabemos en qué se basa esa ruptura, ni tampoco debe perseguirse en este artículo. Pero puede tratarse de una oposición manifiesta al lenguaje desbordado y barroco que caracterizó al llamado “realismo mágico”, introducido en América Latina por los Alejo Carpentier, García Márquez, Lezama Lima, Julio Cortázar, Álvaro Mutis y demás brillantes autores. Ignacio Padilla emplea, desde luego, un lenguaje apretado y conciso (a la manera de Borges), un minucioso y, a la vez, brillante castellano, desprendido de aquellos excesos verbales y estilísticos y de cierta politización más o menos explícita que siempre pretende hacer subsidiario al lenguaje, sin que éste lo requiera ni lo necesite, pues lo literario, literario es, a saber: un territorio de sueños y angustias personales.

En la trama concebida, las máscaras, las usurpaciones e intercambios de personalidad, el doble o el otro yo, circulan y urden una compleja combinatoria que hay que seguir con extrema atención para no extraviarse. En el rompecabezas así montado todas las piezas y las situaciones tienen un lugar preciso en el que encajan, aunque sea el de una montaña rusa, y en el que los distintos espacios de juego coinciden en un ámbito común: el ajedrez. Nos movemos también por un territorio de apuestas, apuestas existenciales del mayor calibre. Leemos, por ejemplo:

 

Un ajedrecista cabal, decía mi padre cada vez que me explicaba una jugada maestra, es capaz de reconocer a sus pares de inmediato y en las circunstancias más extrañas, pero sólo emprende una partida cuando está seguro de haber medido las fuerzas de su oponente, y nunca, en verdad nunca, apuesta al divino juego nada que no sea tan importante como su propia vida. Ignoro quién de los dos hizo la propuesta inicial, o en qué mal momento salió finalmente a relucir el tablero. Lo cierto es que los términos de la partida quedaron pronto delineados con una claridad tal, que disuena con la atmósfera neblinosa que impregna toda la historia: si mi padre vencía, aquel hombre tomaría su lugar en el frente oriental y le cedería su puesto de guardagujas en la garita novena de la línea Múnich-Salzburgo. Si, por el contrario, mi padre era derrotado, se obligaba entonces a pegarse un tiro antes de que el tren llegara a su destino. (Página 22).

(…)

…la idea de que el hombre del tren estaba dispuesto a jugarse la vida con tal de ver morir a su contrincante de juego, me resulta más coherente con la importancia casi sagrada que mi padre concedía al ajedrez, así como con el estado de ánimo que debió de imponerle aquel viajero luciferino empeñado en entablar pactos donde el jugador tenía siempre las de perder aun cuando, venciendo en la partida, prolongase para sí una existencia a todas luces baldía. (23)

 

El autor ha construido una espléndida estructura cuyas piedras angulares se basan en las palabras (en los conceptos) sombra, nombre y hombre. Así, la obra se abre con una llave maestra que es la cita “Siento que no soy nadie, salvo una sombra”, del excelso poeta portugués Fernando Pessoa. Está claro que el desdoblamiento de un hombre, su enmascaramiento en otro cuerpo y otra piel, debe, por fuerza, facilitar la sensación de diluirse en la sombra, de ser, sobre todo y antes que nada, sombra.

Pero volvamos a la apuesta existencial de primera magnitud. Ya en el primer capítulo (titulado Una sombra sin nombre), aunque avanzado, se juega fuerte:

 

Entonces, sólo se me ocurrió extraer de mi maletín el pequeño y descascarado tablero de ajedrez que había encontrado hacía años entre las posesiones de mi padre. El general recibió aquel anuncio con una sonrisa afectada y estableció los términos de la apuesta en semejanza con los que él o mi padre debían haberlo hecho hacía décadas: si él me vencía, yo tendría que someterme por entero a sus designios. Si yo ganaba, entonces él se levantaría la tapa de los sesos antes de llegar a Treblinka.

–Ya sabe usted, señor mío –me dijo, colocando las piezas sobre el tablero y sin perder un instante su sonrisa paternal–, que me gusta hacer apuestas donde todos salimos ganando. (60-61)

 

El general Thadeus Dreyer (homenaje, quizá, al gran cineasta danés Carl Theodor Dreyer) es, además de un notable jugador de ajedrez, un distinguido héroe del Tercer Reich y el cerebro del proyecto Amphitryon, avalado por el mariscal Göring. El narrador, Franz Kretzschmar, hijo de un guardagujas, quiere matar al general. ¿Quién es, en realidad, Franz? Tal vez, el propio hijo de Dreyer, que habría intercambiado su personalidad (y quizá, también su dormitorio) con el guardagujas Kretzschmar.

Franz ha incubado un resentimiento que le lleva a buscar a Dreyer para matarlo, pero determinados movimientos (¿jugadas?), en la siniestra atmósfera berlinesa de los años cuarenta, le inducen a pensar que quizá el general está jugando con él una partida compleja, en la que aquél se ha asegurado un plan estratégico superior.

(continuará)

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