ajedrez, agosto 21, 2016

TEORÍA DE LA SUPLANTACIÓN (y 2)

TEORÍA DE LA SUPLANTACIÓN (y 2)

 

Antonio Gude

 (…)

Hagamos un alto para hablar de una excepcional situación de dos hermanos gemelos con una visión de la vida absolutamente opuesta (y esto no es lo excepcional). Los Goliadkin son ucranianos. Uno de ellos cree en el honor y en el destino de la patria cosaca (esa inmensa tierra indefinida que se extiende a ambas riberas del Don, tan magníficamente descrita por Mijail Sholojov), mientras que el otro no sólo no lo cree, sino que desmitifica brutalmente tamaña ilusión: los cosacos siempre han sido unos mercenarios que se venden al mejor postor. No hay patria, ni hermandad cosaca. Sólo existe la vida, la lucha por la supervivencia. Su hermano, el oficial, lo desafía a un duelo, pero es él (el desafiante) quien muere. El otro Goliadkin, el pragmático, consagra su existencia no sólo a desarrollar el arte de sobrevivir, sino que pretende también demostrarle al mundo que él tiene razón: hace una cuestión de principios su total carencia de ellos. Quiere anular la conciencia –ese incómodo vestigio del espíritu— en aquellos seres que se empecinan en seguir siendo fieles a sí mismos para demostrar que no hay lugar en este mundo para románticos ni idealistas.

Dreyer tiene conciencia y contradicciones y es un ser angustiado. Eso le lleva a horrorizarse cuando un oponente habitual de ajedrez le comenta el sistemático plan devastador que va a ponerse en marcha, y de cuya logística él ha tenido el honor de ser nombrado responsable: la deportación de los judíos y su exterminio masivo en los campos de la Europa oriental. El general vive una fase de angustia extrema, hasta que concibe su idea definitiva: suplantar al propio Eichmann –su rival en el tablero— con uno de sus protegidos. Sí, precisamente, Franz, cuya lealtad se había ganado ganándole al ajedrez, y quien, además, posee una cualidad tan difícilmente improvisable como es la maestría en ese arte. Algún retoque de los cirujanos de Göring y una planificación adecuada bastarán para culminar la obra y ejecutar a la perfección una operación táctica que no deje cabos sueltos. No obstante, es la hora de la impostura y la mano de Goliadkin interviene para modificar el destino de todos ellos… Pero no debemos decir más.

 

Caminaba siempre (Eichmann) con el vaivén nervioso de una pequeña locomotora desbocada, agobiante y agobiado por una inercia insostenible que sólo conseguía olvidar frente a un tablero de ajedrez. Sólo entonces su cuerpo adquiría una inmovilidad de esfinge con la que hacía perder el sosiego a sus contrincantes. En muchas ocasiones conté los minutos que se tomaba para mover las piezas en partidas particularmente difíciles, y nunca, en verdad nunca, le vi pestañear dos veces entre un movimiento y otro.

Lo habíamos conocido en Praga, en 1926, cuando errábamos por los vestigios del imperio durante los años inciertos de la República de Weimar. Los sábados Dreyer y yo asistíamos a un café de aspecto malparado que ostentaba el cuestionable honor de albergar al único círculo ajedrecístico de tierras bohemias. Cada semana, con religiosa fidelidad, jugaba ahí una veintena de individuos alarmantemente parecidos entre sí. Viajantes, burócratas, inspectores de pesos y medidas, escribientes de despachos jurídicos que aguardaban ansiosos el fin de semana para disputarse aquellos mundos blanquinegros con napoleónica avidez. Dreyer se impuso sobre ellos en unas cuantas sesiones, y quizá las cosas no habrían pasado de un simple alarde de aficionados si Eichmann no hubiese irrumpido una tarde en el café dispuesto a defender aquel reducto ajedrecístico como si fuera suyo. Eichmann pidió licencia para jugar con las negras, a lo que Dreyer accedió sin demasiada convicción, más bien sumiso, como si entre ellos se hubiese impuesto desde hacía años un alternativo código de juego donde ciertas reglas habían pasado al ámbito de lo incuestionable. Esa vez, tras una suspensión de horas digna de un daguerrotipo, la partida terminó en tablas. (134-135)

 

El barón Blok-Cissewsky (última encarnación del general Dreyer, que antes fue otros hombres y algunos otros destinos) lega una extraña fortuna a tres de sus contrincantes de ajedrez por correspondencia. Ninguno lo conocía personalmente. Tampoco ellos se conocen entre sí, más que a través de sus partidas postales. Un pintor, un escritor y un actor. ¿Qué tienen en común estos personajes, además del juego de reyes? Todos ellos viven y se ganan la vida al amparo de la falsedad: el escritor es un negro de otros escritores, el pintor falsifica cuadros y el actor dobla a famosos actores en las secuencias peligrosas. Para colmo de intrigas, el legado incluye un misterioso manual, aparentemente de ajedrez y muy valioso, que resulta estar escrito en wolpuk, un hermético código medieval, exquisitez y tortura de criptógrafos.

 

Remigio Cossini (el pintor) debía de ser también un jugador harto ingenioso, pero me pareció que su pasión por el ajedrez le llevaba a confundir las antiguas leyes de nuestra existencia con aquellas que imperaban sobre el inmenso tablero que probablemente llevaba impreso en su cerebro. (177)

 

Una vez más, tenemos el tema recurrente del gran juego: la vida, cuya complejidad estratégica supera y desborda al ajedrez. De ahí que trascender las leyes y principios que rigen la lucha del tablero nunca pueda aportar la clave para descifrar las mejores jugadas y los mejores planes en el otro. Un matiz a esta idea:

 

El problema de jugar al ajedrez con piezas humanas es que éstas no suelen respetar las reglas más elementales. (188)

 

Una vuelta de tuerca hacia atrás. Hemos hablado de la conspiración y de su fracaso. Pero todos los protagonistas se salvan: Dreyer, Goliadkin, Kretzschmar y Eichmann. De los dos Eichmann (el verdadero y el falso) sólo quedará uno: el que llegará a conocerse en Argentina como Martin Bormann. El tiempo pasa y atrás quedan hasta los procesos de Nuremberg. La historia dice que el cazador de nazis Simon Wiesenthal capturó a Eichmann y lo llevó a Israel, donde fue juzgado y ejecutado.

 

Eichmann, portentoso ajedrecista, nunca negó su identidad mientras se le juzgaba en Jerusalén… (217)

 

En esta historia de apropiación y trueque de identidades, de usurpación y superchería, los personajes son seres de carne y hueso y también puras sombras. Dobles y sosias, como un hombre que perpetuamente se reflejase en el espejo, ese instrumento siniestro que, según Borges, multiplica el horror de nuestra propia identidad.

La cuestión es: ¿Eichmann, portentoso ajedrecista? ¿Alguien tiene esa evidencia? ¿O deberemos acreditarle a Padilla un justificado delirio de su imaginación para redondear la trama?

El chiste del editor es que se menciona un diseño de cubierta. ¿Qué diseño? Autorizado no, el fusilamiento del logotipo de KasparovChess (aquel sitio web con sede en Israel) es tan absoluto que ni siquiera se han falseado los colores. ¿Otro doble?

Amphitryon

 

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AMPHITRYON

Ignacio Padilla

Espasa Calpe

Madrid, 2000

219 páginas

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