
José Luis Torrego acaba de publicar un libro de relatos (130 páginas) con el ajedrez de protagonista. En tres de ellos los peones negros, en un alarde de audacia, alcanzan la séptima casilla, una gesta que el autor escenifica de manera magistral. El cuarto es un homenaje a Steinitz.
Éste es mi prólogo:
EL AJEDREZ VIENE A CUENTO
José Luis Torrego ha publicado varios poemarios y libros de cuentos infantiles de éxito, y además tiene el cuajo de reivindicar el vicio inconfesable de ser ajedrecista. Pero yo no he venido aquí, a esta página, para hablar de Torrego, sino de sus cuentos. ¿No es lo mismo? Desde luego que no.
Un autor puede concebir tramas maravillosas o bodrios insuperables, pero lo que nunca logrará es domar del todo a sus criaturas literarias, duendes traviesos y juguetones (conocidos en la tradición céltica como la buena gente), que fatalmente escapan a su control. Criaturas que no dependen del autor: el autor depende de ellas y no puede evitar que se salgan del guión imaginado y ejerzan su albedrío como les dé la gana, fugándose como saltimbanquis por cualquier ventanuco o rendija de la ficción para realizar sus piruetas en escenarios no previstos.
Dentro de los géneros literarios, el cuento es el que más me atrae, por ser de algún modo una suerte de quintaesencia, tanto en términos de creatividad, como de lenguaje: lo expresado debe serlo de forma económica y precisa, las situaciones deben instalar al lector en una extrañeza, introducirlo en una atmósfera que debe parecer única y no carente de magia o misterio. Sin embargo, no es lo aparatoso o lo extraordinario lo que hace valioso a un cuento. A diferencia de algunos mastodónticos bestsellers, el tema de un cuento puede ser algo tan sutil o delicado como los de Chejov, en los que apenas pasa nada, pero que nos conmueven con el acierto de quien toca esa tecla inesperada de nuestra pobre sensibilidad. Relatos como los de Maupassant, Horacio Quiroga o Virgilio Piñera son de muy distinto tenor y, sin embargo, penetran en nuestro espíritu como un sobresalto. Los de Juan Carlos Onetti no son aptos, por su grisalla existencial, para personas de ánimo escaso, pero si somos capaces de afrontarlos, nunca se nos escaparán de la memoria (pienso en El infierno tan temido, cuento perfecto y temible). Y entre los autores excelsos (Borges, Faulkner, Ribeyro), destaca Julio Cortázar, palabras mayores, en tanto que deidad de este género. Un cuento magistral es, por ejemplo, Las babas del diablo, llevado al cine por Antonioni, bajo el título Blow Up.
Pero dejemos de divagar y vayamos a lo nuestro.
Los tres primeros relatos de esta colección responden al título genérico Tres peones negros en séptima, y los dos primeros tienen otro denominador común: la poderosa presencia de uno de los más brillantes maestros del pasado, la Bourdonnais, de quien David Bronstein era su mayor admirador.
A un jugador de ajedrez no hay que explicarle lo peligroso que resulta un peón pasado para el bando opuesto. Si ese peón alcanza la séptima fila (o la segunda, si es negro), todas las luces rojas se encienden en un grito unánime, porque tal peón se encuentra a un solo paso de sufrir una poderosa mutación que puede modificar radicalmente la situación del tablero.
En el tercer cuento aparece un joven profesor de Breslau, cuyo protagonismo en el relato está vinculado a un espectacular estudio suyo y es curioso este énfasis en una composición, cuando Adolf Anderssen está considerado por muchos historiadores el primer campeón mundial oficioso. Pero es un acierto, porque de sus partidas se ha hablado y escrito mucho, mientras que su maestría como compositor (faceta en la que destacaba tanto como en la de jugador) ha quedado casi sepultada en el olvido. Hoy no somos conscientes de la dimensión que Anderssen tenía en el ajedrez. Cuando el ganador de la partida Inmortal murió, la Deutsche Schachzeitung le dedicó una necrológica de diecinueve páginas, todas con una franja negra en señal de duelo.
El autor rescata (o imagina) momentos estelares en la historia del juego nuestro, auténticas epifanías que convierte en escenificaciones desbordantes de interés. Curiosamente, no sólo los protagonistas son importantes. Los personajes secundarios, el coro de mirones de lujo son igual de protagonistas (tal vez incluso sean los personajes principales: aquí están los duendes haciendo de las suyas), porque se enzarzan en diálogos agudos en los que se reflejan sus dudas, su arrogancia, sus temores, sus (continuamente matizados) pronósticos sobre la lucha que están presenciando. Tan real como la vida, sí. Porque son personajes vivos, tan indecisos y desamparados como cada uno de nosotros. Diálogos intensos, vivaces y cargados de esprit, con algunas pinceladas o connotaciones gloriosas.
Bernard, Deschapelles, Lewis, Walker, Harrwitz y algunos príncipes rusos (y pido perdón por el pleonasmo pues, como nos enseñó Guerra y Paz a quienes sobrevivimos a su lectura, todos los rusos del siglo diecinueve eran príncipes) se vuelcan en irónicas o veladas controversias, esperando ganar la batalla dialéctica del mayor saber ajedrecístico: ¿quién está ganando, quién ganará o quién debería haber ganado?
En esos tres cuentos no uno sino tres peones alcanzan la séptima casilla y… (no esperen que cometa la imperdonable torpeza de revelarles el final: tendrán la dicha de leerlos).
El cuarto es independiente, Mi rey se defiende solo. Un homenaje evidente a Steinitz, con una partida suya y varios finales de torre contra peón o peones, con el sentencioso augurio de Karl Hamppe: “Si usted no se vuelve a Praga, se convertirá en el mejor jugador de Viena en, digamos… cinco años.” Y ser el mejor jugador de Viena, en aquellos tiempos, era casi tanto como decir el mejor jugador del mundo.
En todos estos relatos, la minuciosa narración descriptiva de las jugadas realza la dramatización del juego en el doble plano partida/espectadores, que se nos transmite con la debida intensidad, lo que nos permite participar como público activo en la visualización de las fascinantes luchas del tablero.
La escritura de estas historias, bien respaldada por su contexto y sus guiños técnicos, es tan inspirada e incisiva que su lectura nos acerca a un estado que se parece mucho a la felicidad. O a mí me lo parece.
Una pica arlequinada en Flandes, poeta.
Antonio Gude
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