En un relato de Pitigrilli, un profesor de lengua pide a sus alumnos que escriban una redacción cuyo tema es pedirle a un amigo que les devuelva un libro.
Los alumnos afilan sus plumas y escriben un texto más o menos cortés y elaborado. Pero el alumno A zanja el ejercicio con esto: «Fulanito, te ruego que me devuelvas el libro que te presté.»
El profesor se escandaliza ante tamaña indolencia y brusquedad y casi expulsa de la clase al alumno. Pero se encandila con una redacción primorosa del alumno B, que lee en voz alta, alabando la riqueza expresiva, cordialidad y demás virtudes lingüísticas del texto.
Muchos años después, ya adulto, el alumno B acude a una empresa a solicitar un puesto de trabajo. Resulta que el propietario de la empresa es su ex compañero, el alumno A. Éste le pide a B que escriba unas cartas comerciales en tales y cuales términos.
Al leer las cartas, el empresario queda horrorizado al comprobar el texto ampuloso y rimbombante de su ex compañero que, por lo visto, seguía cultivando un estilo amanerado. Y no le da el empleo.
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