Disparates que pretendían irse de rositas
Hay unos cuantos disparates que se me han quedado en el tintero. A algunos no pienso perseguirlos: que se vayan. Pero hay algunos otros a los que les tengo especial cariño, como es el caso de los perpetrados por Reuben Fine.
El GM Reuben Fine (1914-1993) era, qué duda cabe, un jugador extraordinario y basta con repasar sus éxitos en los años treinta para convencerse de ello, si fuese necesario. Veamos: primeros puestos en Oslo y Zandvoort (1936), Estocolmo, Margate y Ostende (1937), los dos últimos compartidos. Por si eso fuera poco, consiguió la medalla de plata individual en la Olimpiada de 1933 (9 de 13), y la de oro también en su tablero, en la de 1937 (11,5 de 15). Para culminar una carrera fulgurante, su triunfo (compartido con Paul Keres) en el gran torneo AVRO de 1938 lo consagró como una de las mayores estrellas del momento. Aquel torneo fue considerado por muchos como el más fuerte del siglo veinte hasta entonces. Por el retrovisor, Fine y Keres acabaron mirando a Botvinnik, Capablanca, Alekhine, Flohr, Euwe y Reshevsky.
Todavía hay que añadir méritos a esta celebridad del ajedrez, pues escribió varios libros notables, en particular una obra monumental, Basic Chess Endings (Finales básicos de ajedrez, 1941), posiblemente el primer gran estudio global de la teoría de finales en la era moderna.
Dicho esto, propongo que nos detengamos ahora en sus divertidos disparates, y no necesariamente por orden cronológico.
1 El encuentro con Bobby
Cuando Bobby Fischer decidió dejar la escuela (y de su cabezonería o fuerza de carácter no hay la menor duda), su madre pidió ayuda a mucha gente, la mayoría relacionada con el ajedrez. Algunas personas le recomendaron que se pusiese en contacto con Fine, puesto que era un conocido psiquiatra, además de campeón de ajedrez. Fine aceptó gustoso ayudarla. Su primera jugada fue buena: le envió a Bobby varios libros suyos dedicados, junto con una invitación a jugar unas partidas en su casa. El muchacho recogió el guante, ilusionado por conocer a un campeón que, además, le había mostrado tanta deferencia. Pero nada más llegar, y apenas se hubo sentado el visitante, el Dr. Fine le espetó: «¿Por qué no quieres ir a la escuela?». Pregunta sagaz, sutil sondeo digno del mejor conocedor de la naturaleza humana que, creo, no merece comentarios. El chico se fue dando un portazo y nunca más quiso volver a ver a Fine.
2 Varias explicaciones son una nula explicación
Creo que no hay mayor torpeza que tratar de justificar un acto o un comportamiento con varias explicaciones distintas.
Cuando la FIDE convocó a un sexteto de jugadores para disputar el Campeonato Mundial, tras la muerte de Alekhine, Fine, como no podía ser menos, era uno de los elegidos para la gloria. El gran maestro americano declinó asistir. Estaba en su perfecto derecho.
El problema surge con la explicación. O las explicaciones.
Primero dijo que no podía ir porque estaba preparando su disertación para el doctorado en Psicología.
Luego dijo que estaba pendiente de algunas entrevistas profesionales.
Luego dijo que temía que los rusos (Botvinnik, Keres y Smyslov) jugaran en comandita.
Hasta aquí no podría hablarse de disparate propiamente dicho, pero sí de torpeza.
Pero ahora viene el disparate.
La explicación que repitió en más ocasiones (para desencanto de la sociedad estadounidense) fue que no tenía dinero para el pasaje a Europa (el torneo, como se recordará, se jugó entre La Haya y Moscú). ¿No tenía dinero para un billete de avión? ¿No podía sufragarle el viaje la USCF, los clubes de ajedrez, la Universidad que iba a contratarlo, sus amigos, sus familiares, todos ellos juntos? Vaya tontería, querido GM.
(continuará)
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