Sólo tiene derecho a cambiar de opinión
aquél que tiene una.
Harun-al-Raschid
Parece que por su comportamiento social, en términos de lealtad o deslealtad (ya sea política, profesional o en las relaciones personales) hay dos grandes tipos de seres humanos (o perzonas humanas, como diría Lola Flores): aquéllos con tendencia a ser fieles y los que tienen una manifiesta tendencia contraria, a quienes Felipe II llamaba tornadizos y la gente normal cambiachaquetas.
En el mundo de la política (¡vaya un mundo!) los casos son sobradamente conocidos. En la vida de cada cual todos conocemos muchos casos, incluido el propio y sabemos (si queremos) en qué hemisferio situarnos. Hay lealtades fanáticas y esenciales. Hay grandes traiciones y traiciones minúsculas. En el mundo del deporte un caso de fidelidad esencial, por ejemplo, es el de Josep Guardiola, entrenador del Barcelona, club con el que se siente identificado desde que era recogepelotas, y hay otros muchos, como los jugadores de ajedrez que desde niños se inscriben en un club, y no lo dejan de por vida. Otros casos, en cambio, podrían personalizarse en Fabio Capello, que puede hoy jurar fidelidad eterna a cualquier club, mañana a otro y pasado mañana al mejor postor, recordándonos la figura de los condottieri del Renacimiento, capitanes de armas de un señor o una ciudad, que cambiaban de bando tan pronto recibían una mejor oferta. No se trata, en su caso, de que valore ofertas profesionales y actúe en consecuencia, sino de que es más falso que una moneda de una sola cara.
¿Comprensible y humano? Sin duda. Demasiado comprensible incluso.
Porque existe la creencia generalizada de que cambiar de opinión es propio de gente inteligente. Y quienes con más frecuencia cambian de (o modifican su) opinión son los políticos profesionales, dicho sea este calificativo en el peor de los sentidos. Un gran analista del diario Le Monde, al comentar el caso de un famoso político que había pasado por todas las formaciones del espectro, menos la extrema derecha y la extrema izquierda, escribió más o menos esto: «Está bien mudar de opinión. Es propio de la inteligencia reflexiva y autocrítica. Sin embargo, cambiar continuamente de opinión es inquietante, sobre todo cuando se trata de temas importantes y de alguien a quien los ciudadanos votamos, pues nos gustaría saber qué piensa y qué se propone realmente ese alguien, y sus inesperados cambios de postura nos lo impiden.»
No se puede decir mejor.
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