literatura, abril 10, 2013

AL ACECHO DE LA NADA (cuento)

AL ACECHO DE LA NADA

Antonio Gude


A David Bronstein

Para Viktor Varakjan se ha acabado ya el tiempo de preocuparse por la otra cara del espejo: del espejo sólo le interesa ahora el filo, esa encrucijada apenas entrevista y que reiteradamente evoca a través del humo de su cigarrillo (su convicción de que la colilla debe ser liberada con toda precisión de su corona de ceniza no es sino una manera más de incidir coherentemente en su propia existencia) y que él, hombre-hábito, aunque hombre-excepción, decide indagar: ante el tablero, no sabe si el café o el humo responden a esa sensación de atentado: nada perceptible, un bosquejo de sopor, el humo, tal vez esa vaga imagen de un espejo entorpeciendo la concentración y el cálculo de variantes: algo, pues, que le pesa: sumido en ese algo (interferencia de lo abstracto y nada más, vaguedades con que la mente especula y trata de ganarnos al ensueño si unos párpados no nos son ajenos y ante ellos se afincan sesenta y cuatro casillas blanquinegras): plácidamente contempla la asombrosa quietud de la mesa, que no conmueven los más explosivos arrebatos de la fantasía, el reposo de las piezas, la imperturbable faz de su oponente: y los párpados están ahí: siguen negándose a esa instancia de abandono: ahí persisten mientras que la mente sostiene una difícil lucha en la que él, Varakjan, es un funámbulo en el filo de un tablero (¿o es un espejo?) y siente un reseco de café, ve una torre blanca, que al punto pierde de vista, y es rescatado del ensueño por un sobresalto: ¿por qué permitir, se dice, el acoso de tales estupideces, de esa maraña de imágenes, precisamente cuando Bronstein reflexiona y sin duda está llenando de cuchillos el tablero, sanguijuelas que mostrarán sus credenciales de reptiles emisarios: el tiempo avanza lentamente, adoptando formas familiares a Varakjan: jalea y pulpa de lo incierto, sombra, muro y miedo: recuerda a su amigo adolescente (comenzaba sus jaques, en medio de tanto pionero y tanta maravilla, Leningrado, recién terminada la guerra) quien, solemne, rimbaldianamente precoz, le había augurado: «si vives así, si de verdad vives así, para ti serán la alegría y el miedo»: antes habían sido los análisis de aperturas en la escuela, a escondidas del maestro: luego, los millares de partidas con muchachos de su edad o con hombres hechos, con viejos o con familiares, las partidas de entrenamiento rigurosamente controladas por su instructor, y hasta una inolvidable, a incitación del vecino chiflado, que pretendía haber inventado una máquina que jugaba al ajedrez como un maestro: había ganado, pero supo luego que su victoria se debió no poco a la ineptitud de la máquina para defender un final de tablas teóricas de torre y peón contra dama: los torneos, las primeras partidas internacionales, el éxito y la fama: un nombre a sus espaldas, Alekhine, el misterioso estímulo de su juego imaginativo y tenaz, aunque él nada supiera de ese azar que había hecho de Alexander Alekhine un doloroso blanco de históricos impactos, nada verdaderamente revelador de su vida (esa palabra con que la gente nombra a la existencia y que para los ajedrecistas, obstinados profesionales de lo gratuito, no es sino un paréntesis entre partida y partida): pero sí que las cifras son para él un trampolín de asociaciones, y entonces mil novecientos cuarenta y seis y Praga y la tentativa frustrada de liquidar un largo y leve malestar: qué le ocurre a esa maldita torre en prise, por qué esa penetración imposible (¿imposible?): él, Varakjan, estaba acostumbrado a jugarse a sí mismo, pero a veces el juego le hace trampas: piensa por eso que (ahora en que todas las cosas comienzan a ser vagas, a indefinidamente borrarse) tal vez no sea incierta la mujer rubia entre el público (la mujer, luces, la torre ya jugada en el tablero electrónico): y Bronstein ha jugado Tb7: la torre ha incursionado por la columna b: Tb7, así de imposible (¿para qué, si no, el caballo en d8?), de agresivo y fuerte: Varakjan sabe ahora que la victoria de Bronstein es inevitable, que nada puede hacer y que sueño y fuego en la frente: vacía la tacita de café, para qué más luces (Tb7, Tb7, Tb7), ustedes lo saben: unas jugadas más para tejer la insostenible dialéctica de la desesperanza y sanseacabó: BRONSTEIN, CAMPEÓN MUNDIAL DE AJEDREZ, AL IMPONERSE EN LA ÚLTIMA PARTIDA: y la mujer rubia, tiempo, aún hay tiempo, todavía el reloj puede precipitar desenlaces: Bronstein está fatigado y de ese cansancio no puede él sino extraer nuevas energías: pero de nuevo la mujer (un aficionado comenta con su vecino cómo se ha alterado esa vena en la frente de Varakjan): la reconocible obstrucción de siempre: mujer, muro, nada: esa mujer, es decir, una mujer lo miró extrañamente en un corredor del hotel: Varakjan pasó a su lado y al llegar al ascensor le devolvió la mirada, que ella sostuvo con firmeza: luego acariciaría su cabello, dorado como esas irritantes luces, como la camisa de Alekhine en Estoril: brisa a lo largo de la playa: un hombre cierra una ventana, acerca con lentitud no esta, aquella silla y, sentándose, reproduce parsimoniosamente la posición infinita en que las piezas van a comenzar la contienda: cae una torre negra y de nuevo es devuelta a su esquina: el hombre se recuesta y piensa en un cielo: un cielo que se parece al mar y en el que no hay jugadores de ajedrez, pero sí alfiles y casillas, recortes de periódicos y fotografías suyas desparramados sobre un enorme tablero cuyas casillas tienen todas el mismo, gastado e inidentificable color: muchas veces sintió Varakjan que las paredes lo encerraban, y en tales casos la necesidad urgente de salir para salir así de la pesadilla: pero algo raro sucedía porque no despertaba: ya había despertado y, sin embargo, las paredes, etcétera: se preguntaba qué estaba pasando: por qué no se iba aquella bruma, aquella aglomeración de imágenes confusas: miró al tablero: la danza de las figuras saltarinas lo agobiaba: miró a la mujer rubia y comprendió que no, que nunca la había visto: sintió un creciente malestar y no supo si aquella bruma terminaría o si: alguien le tocaba ligeramente el hombro y le hablaba de banderitas y de tiempo: otra vez veía claro, todo era claro e increíblemente amarillo: estrechó la mano de Bronstein y salió por entre el público, fotógrafos, ojos de mujer rubia, flashes: se decía (recordaba) que en realidad no era más que un juego y pensó en Estoril (¿por qué se habría suicidado Alekhine en Estoril?): unas palabras a su espalda que no podían ser (el pasillo se alargaba) de la mujer, pero se dio vuelta y se vio acariciándola, besándola: pero no era cierto: sin duda estaba recordando un sueño, porque nada de eso había en torno a él, salvo una oscura calle (era de noche y hacía frío en Praga) y el puente, por donde se encontró caminando, tal vez a causa de las columnas o simplemente porque debía pasar al otro lado, mientras el asunto del espejo le angustiaba: qué absurdo pensar en la encrucijada del espejo con un frío así.    

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