
El célebre autor suizo Friedrich Dürrenmatt (1921-1990), que escribió numerosas novelas y, sobre todo, piezas teatrales, tiene en su obra abundantes referencias al ajedrez, que parecía gustarle como metáfora del mundo y de la vida.
Hacia 1970 trabajaba en el guión de un posible film para la televisión de su país, que se titularía Los jugadores de ajedrez. Nunca llegó a finalizar ese texto, pero en sus Obras Completas describió así la idea del mismo:
Es una historia que, en el fondo, no tiene ni principio ni fin. Un joven procurador asiste al entierro de su predecesor, un viejo procurador, y con ese motivo conoce a un juez que había sido amigo del procurador difunto. Mientras que los dos siguen al cortejo fúnebre, el juez le cuenta que, una vez al mes, jugaba al ajedrez con el procurador que acaba de morir (…). El viejo juez le pregunta al joven procurador si no aceptaría, también él, una invitación a jugar al ajedrez. El procurador acepta la invitación y quedan citados para el sábado siguiente. La joven esposa del procurador también está invitada. El viejo juez es viudo, pero tiene una hija que se encarga de la casa. El sábado, hacia las siete, el procurador y su esposa llegan a la casa del viejo juez (…). Después de cenar, la hija del juez conduce a la mujer del procurador al salón, mientras que los hombres se retiran al estudio del juez. El tablero de ajedrez ya está dispuesto en el escritorio. El juez sirve coñac. Los hombres se sientan frente a frente y, antes de que dé comienzo la partida, el viejo juez le dice al procurador que debe hacerle una confesión. Hace veinte años había conocido al procurador recién enterrado, con motivo del entierro del juez al que él mismo reemplazó. En el transcurso del entierro, comenzó a hablar de ajedrez con el procurador que acababa de morir, pues el procurador recién muerto también jugaba al ajedrez con el juez muerto hacía veinte años, aunque un tipo de ajedrez muy particular. En efecto, las piezas representaban a ciertas personas que cada jugador podía designar para su propio bando. No obstante, la dama debía ser la persona más próxima al jugador. Para el procurador, se trataba de su hermana, que se encargaba de la casa tras la muerte de su mujer; en el caso del juez, era su mujer. Los dos jugadores asignaban a los alfiles pastores o profesores amigos; los peones representaban a ciudadanos sencillos, a veces su propia criada o el lechero (…). Y así jugaron durante veinte años. Cada uno se batía por sus propias piezas, y cada vez que debía sacrificar una de ellas, era algo horrible y, al mismo tiempo, prodigioso, y nunca olvidará el día en que –a fin de salvarse del mate– , debió ceder a su propia esposa. Hasta que, hace ahora una semana, el viejo procurador se suicidó, tras haber recibido mate él mismo. Puede parecer sorprendente que los crímenes que debieron cometer a lo largo de esos veinte años no fuesen descubiertos jamás, pero –además del hecho de que fuesen perpetrados minuciosamente, lo que el juez ilustra con ejemplos— también era consecuencia de que nadie podría sospechar un móvil tan pintoresco como una simple partida de ajedrez. El joven procurador queda horrorizado por la confesión del viejo juez. Éste se recuesta en su sillón y le dice: “Así que ya lo sabe. Ahora puede detenerme.” El joven procurador reflexiona y, al cabo de un momento, coge las piezas que se encuentran al lado del tablero y coloca la dama en su lugar. “Apuesto mi mujer”, dice. El viejo juez replica: “Yo apuesto a mi hija”, y coloca la dama en su lugar.
Como puede verse, la historia que se reproduce de forma cíclica nos remite a las matrushkas rusas (las muñecas que se encierran una dentro de otra) o a las cajas chinas. El rito de la partida mensual de ajedrez, con sus altísimas apuestas, es algo fuerte para representar una imitación de la vida. Pero recordemos que es bastante más fácil concebir la idea literariamente que transcribirla a la vida real.
Dürrenmatt, por cierto, fue también un excelso escritor de serie negra.
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