EL LIBRO DE UN DIOS DEL TABLERO
Prólogo a Mis 60 partidas memorables
Fischer es como Zeus, el dios de los dioses.
Nigel Short
El libro
La publicació de My 60 Memorable Games, las partidas selectas de Fischer, fue un parto largo y difícil.
Fischer había cerrado el contrato del libro con la importante firma editorial Simon & Schuster. En 1967 el autor lo había completado con 52 partidas, que se titularía My Life in Chess: 52 Memorable Games. Estas partidas iban desde el abierto de Nueva Jersey (1957) hasta el Trofeo Piatigorsky (1966), y era deseo de Fischer que el libro sólo se publicase tras su match con Botvinnik, que, como sabemos, nunca llegó a celebrarse.
Pero entonces el genial campeón decidió que no quería publicar el libro e hizo todo lo posible por rescindir el contrato con los editores. Sin embargo, por fuerte que fuese su determinación, era difícil convencer a los editores de que soltasen su presa, sobre todo porque percibían que tenían entre manos algo importante, un buen negocio. De modo que, por un tiempo, la obra quedó en hibernación, en un compás de espera, porque, por otra parte, los editores tampoco querían que el libro se publicase con un Fischer renegando del mismo o mostrando públicamente su disconformidad.
Llegó 1968 y, de pronto, el autor cambió de opinión. ¿Qué había sucedido? Su amigo y colaborador, Larry Evans declaró que Fischer estaba convencido de que era inminente el fin del mundo, así que, después de todo, ¿por qué no publicar un libro para el público del presente, ya que seguramente no existiría la posteridad? Añadió entonces ocho partidas más (hasta el Interzonal de Sousse, 1967, inclusive). Ahora el título debía ser My Memorable Games – 60 Tournament Struggles (Mis partidas memorales – 60 luchas de torneo). En aquel año sólo jugó dos torneos, que ganó invicto: Nathanya y Vinkovci, con 11,5 y 11 de 13, respectivamente.
Por fin, el tan esperado libro apareció, en Nueva York y otras importantes ciudades de Estados Unidos, el 1º de enero de 1969. Fue un éxito inmediato y pronto fue traducido a todos los idiomas occidentales.
Lo primero que sorprende de la selección es que el autor haya excluido su famosa partida con Donald Byrne del Trofeo Rosenwald (Nueva York, 1956), bautizada por algunos cronistas como la Inmortal del siglo XX, y lo segundo es que haya incluido una miniatura de blitz con Reuben Fine (Nueva York, 1963), para gran irritación de éste. Las últimas partidas del libro son Jolmov-Fischer (Skopje, 1967) y Fischer-Stein (Interzonal de Sousse, 1967).
Las breves, pero muy acertadas introducciones a las partidas son obra de Larry Evans, debidamente acreditadas en el libro, aunque inicialmente el autor le hubiese restado importancia a su colaboración, pues cuando le preguntaron cuál había sido la participación de Evans en el libro, dijo que “sólo había mecanografiado el texto”.
Tres de las partidas son derrotas de Fischer, lo que revela una implacable conciencia autocrítica, extrema objetividad pero fidelidad a las emociones que, a sus ojos, hicieron memorables a tales partidas. Se trata de Fischer-Tal (Candidatos, 1959, nº 17), Spassky-Fischer (Mar del Plata, 1960, nº 18) y Fischer-Geller (Skopje, 1967, nº 58), una miniatura de 23 jugadas.
El criterio selectivo del autor es importante. No todas las partidas incluidas son las mejores de la primera parte de su carrera, pero sí las que más le importaron o las que más se grabaron en su memoria (recuérdese: “mis partidas memorables”), y en este sentido no está de más pasar revista a la forma en que Fischer comenta sus partidas, pues en 1969 no era (ni tampoco después) alguien que se prodigase comentando partidas o publicando artículos en la prensa técnica.
“Estilo es lo que somos”, dice el famoso escritor Truman Capote. Pues bien, el estilo de Fischer como comentarista es seco, sus análisis son casi latigazos o la expresión sin lenguaje de fórmulas matematicas. Pero, señores, hay que ver ese admirable sentido autocrítico, esa implacable mirada sobre los propios errores, renunciando a todo disimulo e incluso a pasar de puntillas sobre los menos graves, así como el honesto reconocimiento de las brillanteces ajenas. Nadie antes que él (e incluso a todos los campeones del mundo) comentó con tanto rigor sus partidas, que diseccionó con la destreza de un forense vocacional y sólo cabe reprochársele que no hubiese ahondado algo más en la psicología de sus oponentes de turno. Pero hay que tener en cuenta que escribió su libro cuando tenía entre 23 y 25 años, y lo sorprendente es la extraordinaria responsabilidad con que acometió esa tarea, que viene a ser, prácticamente, un acta notarial.
La segunda vida de Bobby Fischer
En 1992, veinte años después de su mayor momento de gloria, Robert James Fischer se encontraba en una difícil situación.
Atrás, muy atrás quedaba Reikiavik, cuando había arrebatado la corona mundial a Boris Spassky, asestando un durísimo golpe a la hegemonía soviética en ajedrez, lo que hizo decir a Yuri Averbaj: “Habíamos perdido el título mundial y nos sentíamos desconcertados”.
Atrás quedaba también su renuncia a defender el título, tres años después, lo que hizo subir al trono al joven Anatoly Karpov, que había dejado en la cuneta a cadáveres exquisitos como Lev Polugaievsky, Boris Spassky y Viktor Korchnoi.
Atrás los esfuerzos de organizadores y de la FIDE por recuperar a un campeón legendario, los encuentros con Campomanes y Karpov en una atmósfera secreta de película de espías y otros encuentros también semiclandestinos con Luis Rentero y Viktor Korchnoi.
Atrás su cándida relación con la secta que le había acogido en Pasadena que, con el tiempo, dejó paso a un profundo desencanto. Fischer había detectado la mendacidad de quienes le habían acogido en su residencia: Estos tipos son unos mentirosos y unos codiciosos. Años después me pidieron el 15% de mis ingresos y además me habían asegurado que el nuevo Mesías vendría al mundo. Y eso nunca sucedió.
La para él traumática detención y encarcelamiento por parte de la policía de Pasadena, que lo tomó por un vagabundo, grave delito por lo visto en el paraíso del bienestar. Hasta tal punto que él mismo contó con todo detalle los pormenores de los días que pasó en el calabozo policial, publicando un panfleto que tituló Cómo fui torturado por la policía de Pasadena. Todo sobradamente conocido, por supuesto.
Y pleitos, muchos pleitos, todos perdidos por el genio de Brooklyn: contra editores, contra organizadores, contra supuestos explotadores de su imagen. Pleitos por cuestiones concretas y pleitos contra sus propios fantasmas. ¿No nos recuerda esto los últimos años de Paul Morphy?
Denuncias de los matches por el campeonato mundial entre Karpov y Kasparov, todos amañados según él, en particular el de Nueva York/Lyon, 1990, del que llegó a citar una posición concreta. Pero ¿dónde están las evidencias de que lo fuesen?
Pero entonces se la apareció un hombre providencial: el millonario y estafador Jezdimir Vasiljevic, que puso sobre la mesa cinco millones de dólares para que Fischer regresase al tablero y jugase un match-revancha con Boris Spassky. Naturalmente, fue como la llegada del príncipe que rescata a una princesa encerrada en un torreón. La vida puede merecer la pena de vivirse.
Ah, pero en ese año, en plena guerra de los Balcanes, las potencias occidentales habían declarado un abierto boicot a Serbia, de modo que no podían mantenerse relaciones diplomáticas o comerciales con dicho país, ni siquiera participar en competiciones deportivas. Así que cuando los medios de comunicación anunciaron a bombo y platillo, el nuevo match, que despertó gran expectación, y que se jugaría en Sveti Stefan (una isla exclusiva de Montenegro) y Belgrado, el Departamento de Estado de EEUU se apresuró a comunicar a su hijo pródigo que le prohibía terminantemente jugar el match.
Por aquellas fechas, Bobby Fischer estaba considerado ya, al menos oficiosamente, persona non grata en su país, habida cuenta de sus numerosas declaraciones ultracríticas contra el American Way of Life y sus sumos sacerdotes.
Lo curioso es que Francia no hizo lo mismo con Spassky, a pesar de que también era un país alineado con el boicot a Serbia.
Al iniciarse el match, los periodistas preguntaron a Karpov y Kasparov si jugarían contra Fischer. Karpov respondió que jugaría encantado. Kasparov dijo que el match de Yugoslavia lo estaban jugando dos jubilados y, siempre respetuoso, añadió: “Yo no juego contra dinosaurios”. Tal vez fuesen unos jubilados (aunque Spassky había seguido compitiendo) pero, en cualquier caso, la calidad de las partidas del match fue bastante alta. El jurado de Informator 55, por ejemplo, incluyó a dos de esas partidas entre las mejores del período. Concretamente, la 1ª y la 11ª ocuparon el cuarto y el tercer lugar, respectivamente de esa lista. Personalmente, y creo que es una opinión que muchos comparten, me impresionó la altura estratégica de la primera partida.
Y más curioso aún, lo verdaderamente cruel, fue el ensañamiento del país más poderoso del mundo con uno de sus ciudadanos: un individuo que para entonces había perdido bastante el rumbo y que a duras penas sobrevivía, pero que había dado a su país el primer título mundial de la historia (no ya de ajedrez, sino de cualquier deporte). ¿A quién perjudicaba un excampeón de ajedrez disputando un match con otro excampeón? Lo peor de todo es el rasero de la doble moral, la gigantesca hipocresía de que hicieron gala los paladines de la democracia, porque mientras se condenaba una y otra vez a Serbia y los serbobosnios, por la frontera de Macedonia entraban a diario docenas de gigantescos trucks cargados de armas. ¿De dónde procedían esas armas? ¿Del África remota o del mundo superindustrializado? Para esas megatransacciones, el embargo desaparecía entre bastidores como por arte de magia.
El match de Yugoslavia, o más concretamente, el suculento premio de 3,7 millones de dólares, supuso, como es evidente, una gran tranquilidad económica para Fischer, pero no puso punto final a sus penas, que seguirían acechándole en años sucesivos.
Naturalmente, y para empezar, su desobediencia, su desprecio institucional no quedarían sin represalias y las autoridades de su país le retiraron la nacionalidad e invalidaron su pasaporte, así que, a partir de ese momento, puede decirse que lo obligaron a vivir en la clandestinidad, como un proscrito que debía medir sus movimientos y viajar de incógnito sólo a lugares que le ofreciesen la mayor seguridad. Durante los últimos años del siglo, Fischer sólo visitaba a sus amigos, como Gligoric, en Belgrado, y pasó luego un tiempo en Budapest, donde visitó a menudo a la familia Polgár y a Andrei Lilienthal. Fuera de esos episodios, su presencia en lugares públicos sólo tuvo lugar en contadísimas ocasiones.
En 1996 presentó en Buenos Aires su Fischerandom, la variante que pronto se haría popular, más conocida hoy como Ajedrez 960. Más que un invento, era, en realidad, una modalidad ya inventada en el siglo dieciocho, con ligerísimas innovaciones. También presentó su nuevo reloj electrónico, con incrementos de tiempo cuyo uso se ha generalizado en la actualidad, y aprovechó de paso, para mostrar un CD, Bobby Fischer enseña ajedrez, pirata según él, y denunciar a sus editores como auténticos delincuentes.
Ya por entonces, la paranoia de Fischer parecía haber alcanzado unas dimensiones monstruosas. Pero el 12 de diciembre de 2001 realizó unas declaraciones sorprendentes a la emisora filipina Radio Bombo, entrevistado por su amigo Eugenio Torre, en las que, además de su virulento antisemitismo (no soy antisemita; tengo entendido que los árabes también son semitas; soy antijudío), queda patente que la fobia hacia “su” país había adquirido proporciones demenciales. Es el día después del ataque terrorista a las Torres Gemelas de Manhattan, que Fischer aplaude, porque considera que Estados Unidos se lo merece. Hay que saber que poco antes había sido víctima de un episodio realmente canallesco. El excampeón mundial tenía sus efectos personales (libros, revistas, correspondencia, planillas de sus partidas, fotografías, trofeos) en un módulo-almacén de Pasadena y enviaba todos los meses un cheque de 500 dólares para pagar el alquiler. Unos meses antes de esa escandalosa entrevista, su agente y el dueño del almacén, conocedores de la fama mundial de Fischer y conscientes de que no podía pisar Estado Unidos, urdieron una conspiración, denunciándolo por impago del alquiler, a fin de poder subastar sus efectos. Esto causó un tremendo impacto, como es lógico, en el legendario campeón: lo traumatizó, creo que, sobre todo, por su impotencia para defenderse ante tal abuso. La rabia y la ira están vivas e incontrolables en aquella entrevista.
El punto culminante de la indignidad tendría lugar en julio de 2004, cuando es detenido en el aeropuerto de Narita, en Tokio, y encarcelado por su pasaporte ilegal. EEUU solicitó su extradición y mientras se debatía lo anómalo e injusto de su situación, sus amigos islandeses se movilizaron y encontraron la fórmula para rescatar a quien había puesto sobre el mapa a Islandia y Reikiavik: consiguieron que su gobierno le concediese la nacionalidad y, en virtud de su nueva condición de súbdito islandés, las autoridades japonesas lo liberan, por fin, ocho meses después, en marzo de 2005.
No viviría mucho más. Las escasas imágenes que nos llegaron de su viaje y estancia en Islandia reflejaban a un Fischer envejecido, con barba abundante y descuidada, lo mismo que su aspecto general.
A su llegada a Islandia, su mejor amigo cuenta que una de las primeras cosas que le pidió fueron las actas completas del juicio a Robert Oppenheimer, uno de los padres de la bomba atómica, lo que le obligó a fotocpiar las casi 900 páginas del dossier. Una obsesión típica de Fischer que nos remite, por ejemplo, en un flashback obligado, a 1960, cuando, en su primera visita a Sudamérica, sus actuaciones no fueron muy lucidas. El encuentro con la cálida América Latina, también con su supuesto padre, Gerhard Fischer en Chile, e incluso su probable descubrimiento del sexo, fueron factores que pudieron alterar su conducta, su habitual forma de vida.
Por entonces el caso de Caryl Chessman, el asesino de la linterna roja, como se conocía popularmente, ocupaba grandes espacios en los medios de comunicación. Parece, según cuenta Óscar Panno, que el caso le fascinaba de tal modo a Fischer que, durante su estancia en Mar del Plata y Buenos Aires, compraba en kioscos y librerías todo tipo de material sobre el asunto: periódicos, libros, noticias del tipo que fuese. Pero no se interesaba como alguien que sentía simple curiosidad por el tema, sino que quería saberlo absolutamente todo.
En su regreso a Islandias, el pequeño y generoso país que en 1972 le había parecido absurdo (“¡ni siquiera tienen boleras!”), acarreaba todo un bagaje de frustraciones de infancia y adolescencia, su cuota de autismo o Asperger, los nuevos sufrimientos y frustraciones, ¿la resignación? No se cuidaba. Sus visitas al médico eran contadas.
Murió el 17 de enero de 2008, a los 64 años, involuntario homenaje al tablero de ajedrez, de insuficiencia renal y otros trastornos. Está enterrado en el cementerio de Selfoss, cerca de Reikiavik.
Pero ni siquiera después de muerto dejaron en paz a Robert James. En junio de 2010 la Corte Suprema de Islandia ordenó la exhumación del cadáver para contrastar su ADN con el de la niña filipina Jinky Young, cuya madre declaraba que Fischer era su padre. No lo era.
El gran maestro Helgi Olafsson acaba de publicar un libro titulado Fischer comes home (Fischer vuelve a casa). Aún no hemos leído ese libro, pero el título no puede ser más apropiado y cálido. Ciertamente y paradójicamente, el pequeño y remoto país, la isla de hielo y fuego, se había convertido en su verdadera casa, en su último refugio. Me pregunto si allí pudo encontrar alguna paz de espíritu.
En 1979, cuando su retirada del tablero parecía ya inevitable, escribí en el editorial de mi revita El Ajedrez: “Nadie deja el ajedrez. Fischer tal vez ha dejado el ajedrez de competición, pero sólo para entrar en el territorio de la leyenda”.
¿Quieres comentar algo?