literatura, marzo 25, 2011

Mixtificaciones, libros ficticios

Supongo que más de uno habrá reparado en la referencia «ajedrecística» que contiene la introducción del famoso bestseller El nombre de la rosa, de Umberto Eco:

«Si nada nuevo hubiese sucedido, todavía seguiría preguntándome por el origen de la historia de Adso de Melk; pero en 1970, en Buenos Aires, curioseando en las mesas de una pequeña librería de viejo en Corrientes, cerca del más famoso Patio del Tango de esa gran arteria, tropecé con la versión castellana de un libro de Milo Temesvar, Del uso de los espejos en el juego del ajedrez, que ya había tenido ocasión de citar (de segunda mano) en mi Apocalípticos e integrados, al referirme a otra obra suya posterior, Los vendedores de apocalipsis. Se trataba de la traducción del original, hoy perdido, en lengua georgiana (Tiflis, 1934); allí encontré, con gran sorpresa, abundantes citas del manuscrito de Adso…»

¿Existía Milo Temesvar o era una finta literaria de Eco? El título del libro, sospechoso por lo absurdo, nos remitía a las rocambolescas y escarpadas tesis de El libro de los abalorios (Herman Hesse), que llevan a cabo los doctorandos de una universidad hiperelitista.
¿De qué modo pueden intervenir los espejos en el ajedrez? ¿Tal vez era una imagen para referirse a posiciones especulares, es decir, que guardan cierta simetría inversa? ¿O, más bien, al empleo pragmático de reflejos para desestabilizar al contrario, como preconizaban los Lucena y Ruy López, en sus recomendaciones para tahúres?
Una pequeña investigación reveló que, en efecto, Milo Temesvar era una invención literaria de Eco, no menos apócrifo que el Pierre Menard («inventor del Quijote») de Borges. Y si no existía el autor, mucho menos podía existir el libro, a menos que se lo catalogase de anónimo. Era, por tanto, y como cabía imaginar, un libro apócrifo.
Un libro ficticio es un elemento más de la ficción que el escritor incorpora a su obra, sea para revestirse de autoridad sobre cualquier aspecto de la trama, sea para suscitar connotaciones enigmáticas, arcanos profundos, como el Necronomicon de Lovecraft.
La incorporación de libros inexistentes es casi tan vieja como la propia literatura. Recordemos que Cervantes atribuye El Quijote a un autor desconocido, Cide Hamete Benengeli y aunque el libro, en este caso, sí existe, no así el autor, y si no hay autor…
Un escritor hoy de moda, Roberto Bolaño, menciona en sus novelas numerosos libros inexistentes, como La rosa interminable o La mujer ciega. Robert Bloch, especialista en el género de terror (La película Psicosis, por ejemplo, se basa en un relato suyo), atribuyó al gran Edgar Allan Poe varios cuentos que éste nunca escribió, como La cripta y El gusano de medianoche.
Algunos autores no sólo mencionan a sus imaginarios colegas, sino incluso la fecha de publicación de tales libros. Así, Jorge Luis Borges, uno de los grandes creadores (y mixtificadores) se refirió, entre otros muchos, a una Historia de un país llamado Uqbar, de Silas Maslam, publicado en 1874.
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1 comentario

  1. Jorge A. esquivel León 15:28, abril 19, 2014

    Excelente entrada. El ajedrez ha producido referencias sorprendentes y maravillosas en la literatura de ficción: Borges, Cortazar, aun el mismísimo W. Faulkner. Si el tema les interesa les invito a visitar el blog Dinguindujes: Ajedrez y literatura»