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Los vaticinios del Sr. Doazan pronto se verían confirmados de una manera asombrosa. Como es bien sabido, el match comenzó con una avalancha de victorias del inglés. En la primera partida superó por completo a su oponente y en las jornadas siguientes simplemente barrió cuanto se oponía a su paso, hasta el 28 de noviembre, en que vencía por siete victorias a cero, con unas solitarias tablas en la tercera partida. La segunda y cuarta partidas son, como dice Wayte, excelentes ejemplos del estilo de Staunton en sus mejores días: consigue ventaja en la apertura y nunca la deja escapar, consiguiendo la victoria, en ambos casos, en 30 jugadas. La quinta partida es una lucha tremenda, con Saint-Amant apretando al máximo en la fase concluyente a fin de arrancar su primera victoria, para verse frustrado al final por el magistral juego de peones de Staunton. Tras una sesión de nueve horas y medio de juego, el francés se ve obligado a rendirse una vez más. «La emoción de los espectadores», publica Bell’s Life, «era indescriptible, al ver cómo su favorito, Saint-Amant, había sido tan claramente derrotado.»
La tarde que siguió a esa partida, el presidente del Club de Ajedrez de París, general Guingret, ofreció «un magnífico banquete, digno de Lúculo», a ambos campeones, sus segundos y las celebridades de París. Hasta el gran Deschapelles se dignó estar presente, y se hacen votos por su salud en un discurso del Sr. Staunton (dice Delannoy) «demostrándonos a todos nosotros que el Sr. Staunton no sólo es un gran maestro de ajedrez, sino también un hombre de cultura e ingenio. » Otros brindis propuestos fueron en honor del rey Louis-Philippe, de «Victoria, reina de Inglaterra», «por todos los jugadores de ajedrez, sea cual sea su nacionalidad y su fuerza de juego», «el general Guingret», «Howard Staunton» y «Saint-Amant, que pronto volverá a ser el mismo».
Cuando se reanuda la lucha, sin embargo, el maestro inglés prosigue su marcha triunfal. En sus dos victorias siguientes, Staunton realiza valiosas aportaciones a la teoría de aperturas, que han dejado su impronta hasta el día de hoy. En la sexta, con blancas, abre la partida con una jugada nueva (1 c4), conocida desde entonces como Apertura Inglesa. En la séptima (en la que ha rehusado un Gambito de Dama), efectúa «una sorprendente demostración de la fuerza del alfil de dama, al desarrollarlo por b7», un modo de desarrollo que nunca se había tomado en serio en París, donde a los alfiles fianchetados se los conocía como «capillitas». «Cuando nuestros últimos modernos», escribe J. H. Blake, «abren con b3 y Ab2, deben estar agradeciendo a Staunton por haber rescatado esta maniobra de los prejuicios de época, y haber demostrado su alto valor teórico, cuando se realiza en las condiciones debidas.» En la octava partida, tanto la fortuna como el juego del campeón francés alcanzaron su peor versión y, sin hacer nada a derechas, ya en la 15ª jugada (sobre la que reflexiona tres cuartos de hora) su posición es desesperada. Por entonces (nos informa Delannoy) el Cercle des Échecs se encuentra sumido en la más absoluta desesperación. George Walker cruza el Canal y orgullosamente proclama que Inglaterra por fin ha encontrado un jugador digno de suceder a McDonnell. Veteranos de Waterloo retirados manifiestan, en el Club de Ajedrez de Brighton, su «enérgica satisfacción» por el nuevo triunfo inglés. Y los seguidores de ambos empiezan a pensar que el match está prácticamente liquidado. Pero Saint-Amant se sienta a disputar la novena partida y, después de ocho horas de juego, se enfrenta al dilema de perder la dama o pieza. En ese momento, un recurso desesperado conduce, sin embargo, a la primera derrota inglesa en el match. Staunton, que califica el 52º movimiento de su rival de «jugada espléndida, tan ingeniosa como inesperada», se ve ante una sola continuación perdedora, que había omitido en el fragor de la batalla. Inmediatamente después, frustrado por haber dejado escapar una victoria que parecía segura, deja colgada una torre y se rinde. A la conclusión, Staunton (nos dice Doazan) «felicitó a su oponente con una sonrisa majestuosa». «Ha roto usted el hielo,» graciosamente observa el capitán Wilson a Saint-Amant. «El match», prosigue el Sr. Doazan (no del todo imparcialmente) «sólo empieza realmente ahora, y se luchará con energía hasta su conclusión.»
La décima partida es ganada por Staunton tras 61 jugadas. En la undécima, pierde un peón al comienzo, pero reacciona con vigor «que provoca repetidas expresiones de admiración en los espectadores». Casi a punto de celebrar su victoria, sin embargo, es derrotado por un famoso error burdo, que deplora tanto en el Handbook como en el Companion. De no ser por esos lapsos en la novena y undécima partidas, Staunton habría ganado el match sin sufrir una sola derrota. La duodécima, una gran lucha con numerosas vicisitudes, se la anota merecidamente el maestro inglés, después de 89 jugadas y nueve horas de juego. «A pesar de todas las victorias de nuestro compatriota,» escribió un atento seguidor del match a George Walker, «nunca di por vencido a Saint-Amant hasta hoy, cuando reproduje la 12ª partida, pero ahora estoy convencido, de una vez por todas, de que Staunton es el mejor jugador.»
Impertérrito, sin embargo, por la derrota en esta prolongada batalla, Saint-Amant regresa al día siguiente a la arena y emprende la decidida misión de recuperarse de sí mismo. Gana la famosa 13ª partida, «en glorioso estilo, penetrando en el corazón de la ciudadela inglesa y desbaratando, una tras otra, todas las defensas del rival.» A pesar del resultado vigente, la prensa francesa se permite soñar. Según un experto, «las doce primeras partidas de un match nunca cuentan. Sólo ahora ha comenzado a jugar Saint-Amant, y no tememos por el resultado final.» Según otro, «Saint-Amant ha logrado penetrar en los secretos ajedrecísticos de su oponente ¡y sin duda acabará demoliéndolo!». «Tal era», observa con crudeza Walker, «el tipo de material impreso por aquellos escribas.» La décimocuarta partida, una de las pocas sosas del match, finalizó en tablas. La décimoquinta, gradual y admirablemente conducida por Staunton, quizá nos permita verle, más que en ninguna otra del encuentro, como el indudable precursor del moderno juego posicional. Victorioso, tras 56 movimientos y siete horas de juego, el campeón inglés se había situado a un punto del triunfo final. En ese momento, sin embargo, perdió los servicios y compañía del capitán Wilson, quien, para contrariedad suya, se vio obligado a dejar París por razones de salud. Así que regresa a casa, «deleitado por haber podido registrar diez de las once partidas ganadas por la vieja Inglaterra, y deplorando la enfermedad que le impide presenciar el triunfo del undécimo mate británico.»
Comienza la décimosexta partida. Staunton aborda su último peldaño con confianza, pero ¡oh!, en el momento crítico sobreestima su posición y, tras unos cambios forzados, en la jugada 37 queda con peón menos. Aun así, realiza un último esfuerzo por rematar el match y está a punto de conseguirlo. Pero Saint-Amant se recupera, capea el temporal y gana claramente, en la 58ª jugada. Siguen dos partidas tablas, luchadas fieramente: la 17ª en 54 jugadas y ocho horas, la 18ª en 57 jugadas y siete horas. En la primera de ellas, Staunton llega a un final de rey y peón contra rey, que logra «situarse enfrente» justo a tiempo. En la última, el inglés vuelve a tener un peón de ventaja, pero esta vez con alfiles de distinto color en el tablero.
El match aún no ha finalizado y cuando el francés se anota la décimonovena partida, tras 79 jugadas y nueve horas y medio de juego, el francés es ovacionado con una oleada de aplausos. Esta partida, más que la más espectacular 13ª, es, quizá, la mejor producción de Saint-Amant en el match y demuestra, como dice Wayte, «que era realmente un gran jugador». Pero está claro que el estrés está haciendo mella en Staunton, quien, al día siguiente, condujo la vigésima partida de manera totalmente irreconocible, perdiendo en 30 jugadas, «la peor partida del match».
«Cinco veces ha vuelto el inglés en vano a la carga», y su intrépido adversario ha mantenido en vilo la historia del ajedrez durante once días. Una gran muchedumbre se congrega para presenciar la 21ª partida. «Muchas celebridades parisinas» están presentes y tanto jugadores como público parecen presentir que ha llegado la hora de la verdad. En las ocho primeras horas sólo se realizan 29 jugadas. En ese momento, la decisión parece tan lejana que, por primera vez en el match, se ignora la regla de los «no aplazamientos», permitiéndose a los jugadores una hora de descanso. En la reanudación, Staunton realiza un esfuerzo supremo. «El jugador inglés», observa lúcidamente Le Palamède, «parece haber recobrado la energía de las primeras partidas del match que, desde hace algún tiempo, le había abandonado.» Después de la jugada 54 resulta evidente que esta partida será la última, pero es medianoche pasada, de modo que se acuerda un segundo aplazamiento. A la mañana siguiente, los dos campeones se enfrentan por última vez y el 20 de diciembre de 1843, después de 66 jugadas y catorce horas de juego, el inglés consigue su undécima y definitiva victoria, con el siguiente resultado final:
Staunton 11
Saint-Amant 6
Tablas 4
Para resumir el match, George Walker dice: «Aunque el Sr. Saint-Amant hubiese jugado tan bien al principio como lo hizo al final, estamos convencidos de que habría sido igualmente derrotado, si bien habría ofrecido una mayor resistencia, ganando tal vez una o dos partidas más. El Sr. Staunton ha demostrado ser el mejor en todos los aspectos. Nada podría ilustrarlo mejor que los comentarios del propio Saint-Amant en Le Palamède. Él personalmente asume la derrota con el mismo espíritu que le sostuvo en su heroica lucha hasta el final. Ninguna excusa, ninguna queja se le escapa. Honestamente esperamos que el año próximo tenga lugar un nuevo match.»
«Lamentablemente», escribe H. J. R. Murray, «los hados decidieron que no fuese así.» No podemos aquí ocuparnos de la desafortunada segunda visita de Staunton a París, en octubre de 1844, con un ataque de neumonía que le dejó a puertas de la muerte, cuatro días antes de la fecha establecida para iniciar el match-revancha, ni de su precaria recuperación y subsiguiente retorno a Inglaterra, puesto que, ciertamente, no estaba en condiciones de jugar y, como observa el Sr. Murray, «(estaba) realmente indispuesto para jugar ajedrez de match por entonces.» Se llevó consigo una permanente dolencia cardíaca que, a medida que pasaban los años, se hizo más penosa, tanto para la efectividad de su juego como para su carácter. Aún lograría importantes victorias en 1846, contra Horwitz y Harrwitz, pero cuando se produjo su hundimiento en 1851 ya no era ni la sombra del que había sido,. y en 1853 lo encontramos excusándose, debido a «mi viena enemiga, la palpitación», de jugar una partida amistosa con von der Lasa, a quien apreciaba y respetaba más que a ningún otro de sus contemporáneos. «Hoy día no me atrevería a jugar», escribe, con cierto patetismo, «la excitación sería excesiva para mí. Mi problema, creo, es debido a la irritación que me produce lo tristemente que ha decaído mi juego.»
De nuevo se excusaría, cinco años después, esta vez de jugar un match con el mayor jugador del siglo, entonces en el cénit de su juventud y de su fama. Esa no fue una tragedia para el ajedrez, porque hubiera sido un auténtico fiasco. Pero sí hubiera sido más feliz, tanto para el joven campeón como para el viejo, que este último nunca hubiese dicho que jugaría.
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Un cuadro ciertamente intenso y vigoroso de un match excepcional. Una brillante crónica. Al margen de algunos comentarios ingenuos entrecomillados, fruto, en general, de la visión de época, el autor acusa, veladamente o no, al entorno francés de chovinista, pero viendo la mota en ojo ajeno, no percibe la viga en el propio, pues comentarios chovinistas y loas de gloria a Inglaterra proliferan. Y en su caso ya sucede un siglo después. Cierto que la lucha por la supremacía del ajedrez convertía al match en una confrontación abierta Francia/Inglaterra, pero un nacionalismo exacerbado subyace en el texto (los veteranos de Waterloo, «el triunfo inglés», «el undécimo mate británico»). Y el ínclito George Walker lo borda: por muy bien que Saint-Amant hubiese jugado al principio, «tal vez hubiese conseguido un par de victorias más», pero habría perdido de todos modos. ¿Es que tenía la bola de cristal? ¿Cómo se puede vaticinar así lo incierto?
El encuentro en sí reviste un carácter épico: partidas de sesenta, ochenta jugadas, ni unas tablas cortas, sesiones de ocho, doce horas… El respeto entre los contendientes, la mutua admiración. Aunque el tiempo no estaba controlado y Saint-Amant era el jugador más lento, Staunton aclara que «nunca se tomó más tiempo del necesario». En sus crónicas para la revista Le Palamède, y como observa su rival, Saint-Amant hizo gala de objetividad y autocrítica y nunca puso excusas ni se quejó de sus derrotas.
¡Qué grandes gladiadores del tablero! Partidas de una sola sesión con el público encima, iluminación deficiente… ¡La última partida duró catorce horas! ¡Cuánto podríamos aprender de estos héroes! Eso sí es profesionalidad y amor al ajedrez. Recomponiendo, una y otra vez, sus maltrechos pedazos de espíritu, los campeones volvían a la carga, dispuestos a presentar batalla. Waterloo ya había quedado atrás, pero las piezas del ajedrez cobraban vida en sus manos para mostrar al mundo su arte y su combatividad. ¡Admirable!
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luis 11:19, octubre 04, 2011
Preciosa historia