En los años setenta el Café Le Tournon, en París, frente al Senado, acogía hasta las cinco de la mañana a multitud de clientes noctámbulos, entre los cuales no faltaban ajedrecistas. En efecto, había una serie de partidas de Blitz (generalmente, 5 minutos por jugador y partida) en la que se jugaba dinero, no mucho, lo justo para darle emoción al juego. El ‘contre’ y el ‘surcontre’ estaban a la orden del día, de tal manera que si, en un momento dado, uno de los contendientes estimaba que tenía ventaja, decía «contre!» (me doblo) y si el otro seguía jugando, el envite era el doble del inicial. El mismo procedimiento para el ‘surcontre’.
De tarde en tarde (de noche en noche, habría que decir) acudía un personaje menos fantasmal que patético: un hombretón de casi dos metros, con barba de muchos días y vestido poco menos que de harapos. El hombre en cuestión era Sherbakov, un ex finalista del Campeonato Soviético, que había llegado a Francia en los sesenta y que, incapaz de respetar la disciplina del torneo (Sherbakov era un auténtico ‘clochard’: un vagabundo), se limitaba a ser el amo de las partidas rápidas. No había entonces quién se le resistiese. Cuando lo conocí, sus condiciones habían decaído notablemente, pero eso no impedía que cuando un jugador (generalmente, algún yuppy) se sentía animado a perder con Sherbakov, lo invitaba a cenar, o a comer algo, a la par que se jugaban algunas partidas. Sherbakov jugaba de modo impresionante. Aun borracho, podía imprimir un increíble ritmo de juego a su cabeza y a su mano, moviendo las piezas y presionando el reloj con la precisión de un autómata. Mientras tanto, comía su ‘sandwich-de-campagne’ (jamón serrano, emparedado en pan de centeno, con mantequilla) y ganaba partidas en la proporción de 5 o 6 a 1. Usualmente, lanzaba su «contre!» en la misma apertura y su rival debía seguir jugando para no sentirse ridículo, si abandonaba en la octava o novena jugadas. Su gabardina estaba completamente raída, pero Sherbakov era grande: todo un personaje.
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