Con honores militares, un oficial de la Armada recibe, en la estación de Weymouth a un exótico cortejo.
El 10 de febrero de 1910, por la mañana, Virginia Woolf formaba parte del séquito del Emperador de Abisinia (el León de Judea), que visitaba el buque más moderno de la orgullosa marina inglesa, el flamante H.M.S. Dreadnought. La escritora en ciernes iba debidamente ataviada para la ocasión, “con un caftán de ricos bordados, turbante y una bella cadena de oro hasta la cintura”, según cuenta su sobrino y biógrafo Quentin Bell. En su rostro embetunado lucía una barba y un bigote notorios. Bigote y barba no eran menos postizos que el Emperador. El almirante mostraba las instalaciones del navío y uno de los acompañantes traducía al bantú las explicaciones para el Emperador. El bantú también era falso, o era un bantú creativo, trufado de alguna lengua imaginaria (tahli bussor ahbat…). Uno de los oficiales puso en vilo el alma de los impostores al referirse a un marinero abisionio enrolado, pero que, lamentablemente –¡profundo suspiro!—estaba en tierra de permiso. En el cuarto de oficiales, el traductor insistió en que los camareros debían llevar guantes blancos para servir a su señor.
¿Qué hacía tan singular cortejo a bordo de aquel buque de guerra? ¿Con qué objeto habían tramado una farsa tan surrealista? ¿Para denigrar al Foreign Office o al Almirantazgo? ¿Por puro afán de diversión?
La aparatosa broma tuvo sus secuelas y la farsa se tornó astracanada cuando llegó a debatirse en plena Cámara de los Comunes. A los hombres más serios del país la broma les hizo poca gracia o ninguna. Se elevaron voces solemnes: ¡Conspiración!, ¡el honor de la Armada!, ¡los responsables deben pagar su falta!, etc. ¡Pobre Nelson! ¿Acaso los ingleses habían perdido su peculiar sentido del humor? ¿No son el ingenio, la arrogancia y la audacia señas de identidad de su idiosincrasia?
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