Supongo que más de un lector habrá reparado en la referencia ajedrecística que Umberto Eco hace en la introducción de su famoso best seller El nombre de la rosa:
Si nada nuevo hubiese sucedido, todavía seguiría preguntándome por el origen de la historia de Adso de Melk; pero en 1970, en Buenos Aires, curioseando en las mesas de una pequeña librería de viejo en Corrientes, cerca del más famoso Patio del Tango de esa gran arteria, tropecé con la versión castellana de un librito de Milo Temesvar, Del uso de los espejos en el juego del ajedrez, que ya había tenido ocasión de citar (de segunda mano) en mi Apocalípticos e integrados, al referirme a otra obra suya posterior, Los vendedores de apocalipsis. Se trataba de la traducción del original, hoy perdido, en lengua georgiana (Tiflis, 1934); allí encontré, con gran sorpresa, abundantes citas del manuscrito de Adso…
¿Existía Milo Temesvar? El título del libro (sospechoso por lo absurdo) nos remitía a las rocambolescas y alambicadas tesis que los doctorandos de El libro de los abalorios (Hermann Hesse) llevan a cabo en una universidad hiperelitista, como Técnica de la flauta china y el comercio de la sal en la Bolsa de Amberes en el siglo XVII.¿De qué modo pueden intervenir los espejos en el ajedrez? ¿Tal vez era una imagen para referirse a posiciones especulares, es decir, que guardan cierta simetría inversa? ¿O, más bien, al empleo pragmático de reflejos para desestabilizar al contrario, como preconizaban Lucena y Ruy López, en sus recomendaciones para tahúres y ventajistas del tablero.
Una pequeña investigación reveló que, en efecto, Milo Temesvar era una invención literaria de Eco, no menos apócrifo que el Pierre Menard, “inventor del Quijote”, de Borges. Y si no existía el autor, mucho menos podía existir el libro. Era, por tanto, y como cabía imaginar, un libro apócrifo.
El libro ficticio es un elemento más que el escritor incorpora a su obra para añadir misterios y revestirse de autoridad sobre cualquier aspecto de la trama: una forma tramposa, aunque lícita, de llevar al huerto al lector, un ejercicio de demiurgia literaria. La incorporación de libros inexistentes (es decir, que nunca fueron escritos) es casi tan vieja como la misma literatura. Recordemos, por ejemplo, que El Quijote es, “en realidad”, un manuscrito del desconocido autor Cide Hamete Benengeli y aunque el libro, en este caso, sí existe, se falsea la identidad del autor, atribuyéndosele a alguien imaginario.
Un autor ahora de moda, Roberto Bolaño, menciona numerosos libros apócrifos en los suyos, como La rosa interminable o La mujer ciega. Robert Bloch, especialista en el género de intriga (la famosa Psicosis, que llevó al cine Hitchcock, por ejemplo, es obra suya) atribuyó los libros La cripta y El gusano de medianoche a Edgar Allan Poe, que éste nunca escribió.
Algunos autores no sólo hacen referencia a sus imaginarios colegas, sino incluso a la fecha de publicación de tales libros. Así, Jorge Luis Borges, uno de los grandes creadores (y mixtificadores, que se movía en ese terreno como pez en el agua) se refirió, entre otros, a una Historia de un país llamado Uqbar, de Silas Maslam (1874), y también a El espejo secreto, “una comedia freudiana” o El dios del laberinto (1933), o aun April March (1936), todos de Herbert Quain, aclarándonos que este último no significa “Marcha de Abril”, sino, literalmente, Abril Marzo, ¿un nombre propio?
Con todo, no hay libro ficticio más famoso, ni con mayor aura mítica que El Necronomicón, al que casi asusta referirse, por temor a adentrarnos en un territorio que por fuerza debe llevar a algún tipo de infierno, y éste no imaginario. Se atrevió a rescatarlo de la nada el insigne maestro del terror Howard Phillips Lovecraft (1890-1937), mencionándolo en el relato El sabueso y atribuyendo su autoría al árabe Abdul Alhazred, personaje que aparece en otro cuento del mismo autor, La ciudad sin nombre. El Necronomicón es un grimorio o libro mágico que encierra un texto cargado de invocaciones y mensajes indescriptibles y cuyo título, por interpretación etimológica, vendría a significar nada menos que Libro de los muertos. Que el destino nos libre de penetrar en sus arcanos.
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