- No juegue al ajedrez con sus padres (recuerde las trifulcas que se armaban cuando jugaban entre ellos, y cómo le costó convencerlos de que existía el enroque). Ninguno tiene la menor posibilidad con usted, pero usted tiene todos los números para que le reprochen que, mientras en todos estos años no ha estado haciendo otra cosa que leer esos estúpidos libros de ajedrez, Fernandito, el hijo del vecino, ya ha llegado a subdirector del Banco de España.
- No se le ocurra proponer una partida de ajedrez a una mujer: siempre pensará que es usted idiota, nunca que es un buen ajedrecista ni un hombre serio. A falta de mejores ideas, puede, en rigor, invitarla a un apasionante parchís.
- No se le ocurra jugar nunca al ajedrez con su jefe, tanto si es mejor como si es peor que él. En el primer caso, la victoria puede herir definitivamente su ego, con imprevisibles (pero más que previsibles) consecuencias. En el segundo caso, el sadismo que caracteriza al jefe nuestro de cada día podrá salir a relucir en el momento que menos lo espere (y desee), dejándole a usted más corrido que a un niño que ha recibido una perdigonada en el culo.
- Por la misma razón, tampoco acceda a jugar nunca al ajedrez con un subordinado. Si es peor que usted, pensará y pensará, antes de decidirse a jugar, haciéndole insoportable la velada. Si es mejor, lo insoportable será que es usted quien tiene que pensar bastante más que en la oficina para intentar postergar lo inevitable, a saber, que usted perderá y servirá de hazmerreír al día siguiente, una vez agotado el tema capital del fútbol y del nuevo modelo de coche deportivo/funcional/utilitario.
- Si se halla usted en la triste situación de cumplir deberes militares para con la patria, no se deje engañar por el tópico «a los militares les encanta el ajedrez». Si la tentación de demostrar su pericia es muy fuerte, puede abandonarse a un cara o cruz y ganarle al coronel de su regimiento, pero nunca, óigalo bien, nunca ceda a la tentación de ganar a un sargento, porque el amor propio de este último se sustenta, por lo general, sobre bases en equilibrio inestable. El interés y simpatía demostrados por usted pronto se trocarán en lo que podríamos llamar las mil y una noches en el cuerpo de guardia.
- Si acaba usted de llegar a una pequeña ciudad, no juegue al ajedrez nunca en el casino, porque lo que se juega es su futuro. Cualquier derrota apabullante ante el médico o el maestro puede convertirse en un rodillo que acabará con su reputación entre la gente de pro en menos que canta un gallo. Si es usted, por el contrario, quien gana, puede granjearse de golpe toda la antipatía y la definitiva incomprensión de quienes menos las necesita.
- ¿Con quién, pues, ha de jugar al ajedrez? Sólo con estas cuatro clases de criaturas:
- Con su vecino
- Con sus amigos
- Con su máquina, y
- Con los jugadores de ajedrez.
Del libro LA GUÍA DEL PERFECTO TRAMPOSO EN AJEDREZ, A. Gude, Ediciones Tutor.
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