literatura, diciembre 11, 2013

DADOS A LA DERIVA (1)

«Una jugada de dados
nunca abolirá el azar»
Stéphane Mallarmé


A Pablo Morán

1

Nubarrones y bochorno. Paseo decimonónico. El hombre alto se detiene y mira a su acompañante.
–¿Por qué habrá tantos mosquitos al lado del mar?
–Es que Amberes, maestro, no es puerto de mar, sino de río.
–Pero el mar no andará lejos… He oído decir que es uno de los mayores puertos del mundo.
–El mar, querido maestro, está nada menos que a cien kilómetros. Antes de la desembocadura del Escalda todavía hay otro puerto.
–A cien ki… ¡y a quién carajo se le ocurre construir un puerto tan lejos del mar! Está bien, dígame qué quiere.
–Queremos que vuelva usted al tablero.
–No se puede volver cuando uno no se ha ido.
–Usted ya me entiende: al ajedrez de competición…
–Eso es absurdo. ¿Por qué «queremos»? ¿Quiénes son ustedes?
–Digamos que un grupo de personas interesadas en catapultar el ajedrez a deporte de masas: jugadores famosos, organizadores, periodistas, hombres de negocios…
–¿Y usted? ¿Es usted hombre de negocios, periodista…?
–No importa quién sea yo. Lo que importa es que nuestra propuesta es seria y que hay mucha gente que la respalda. Considérela seriamente. Habría mucho dinero para usted.
–No entiendo ese interés por mí. ¿Qué pasa con Kramlik?
–Kramlik no está maduro. Necesita unos cuatro o cinco años más para enfrentarse al campeón con posibilidades. Por otro lado, no es el hombre idóneo.
–¿Por qué quieren destronar al campeón?
–No es fácil de explicar. Trataré de resumirlo: uno, se ha granjeado muchos enemigos, y dos, los americanos no lo quieren.
–¿Qué no lo quieren? Pero si se ha pasado la vida adorándolos y desplegando campañas publicitarias en Estados Unidos…
–Ya sabe que los amores no siempre son correspondidos. En definitiva, es un ruso y tiene a gala serlo. Y eso no les gusta a los americanos. Aquí nace el principal problema, porque eso mantiene cerrados los diques del mercado norteamericano para la definitiva popularización del ajedrez. Nosotros nos proponemos derribar esos diques.
–¿Y yo sí les gustaría?
–Creemos que no les disgusta, que podría llegar a gustarles. Es usted un liberal, saben que no era muy bien visto por el establishment soviético. Tiene una imagen que podríamos llamar occidental y… no es usted ruso.
–Todo eso está muy bien, pero no hay nada qué hacer. Quince años son muchos años.
–Hay mucho qué hacer, por el contrario. Y usted puede hacerlo. Un favor: piénselo. Piénselo bien. Sé que en un par de días se irá usted. Llámeme antes de irse.
 
 
2
 
«Steiner» le llamaba su mujer, siempre por su apellido. Su padre, profesor de historia, era demasiado arrogante en un tiempo en que no se podía ni serlo poco. Más que enseñar historia, la estudiaba, viajando con lucidez por sus intrincados laberintos: la interpretaba, ejerciendo el obstinado vicio de la honestidad intelectual, separando de la cizaña la yerba, la verdad del sofisma. Había convivido con el terror, en plena época estajanovista, cuando sistemáticamente había que odiar a Trotski, despreciar a Bujarin, adorar a Stalin, cuando los ideales de la sociedad, de «su» sociedad, se centraban en la multiplicación de los hombres de acero para dejarlos somáticamente rotos, como inútiles mártires de los planes quinquenales: el pueblo inmolándose para creer, por la necesidad de creer, fatalmente, en lo único que le permitía mantener a raya la desesperanza.
El año en que nació Steiner, 1942, hacía apenas dos que la Unión Soviética («los rusos») se había anexionado Letonia, junto con las otras repúblicas bálticas. Una pena. ¿Una pena? Él no lo sabía, nadie lo sabía, ni lo sabría, pero en su país se resentía como tal. La gente no se sentía libre, sino pesadamente sojuzgada, pero quizá era un espejismo y, en lo que respecta al ajedrez, ¡ah, eso era otra cosa!, el ajedrez experimentó un tremendo impulso bajo la sombra inspiradora de Petrov y Nimzovich.
Más que Letonia, Riga era su patria. Patria de nadie, prolongación y refugio del Mar del Norte. Siguiendo el sendero de los muelles, el joven Steiner (más que joven, jovenzuelo desgarbado, tímido, solitario) practicaba el remo en el delta del río, entre graznidos de gaviotas, lamparones de alquitrán y el frío viento del Báltico. Gaviotas, alquitrán, frío. Una y otra vez, ahora y antes, evocaba a su chica, el olor de las ciruelas, el anochecer, el color pardo de los buenos días del verano, el maullido de su gato, el descubrimiento del ajedrez. El ajedrez: dos ejércitos de ridículas figuritas, dispuestas sobre un tablero escaqueado y toda la fantasía del mundo para trenzar una estrategia y llevarla a la victoria.
Y ahora estaba así porque así lo quiso el destino, que es movido por el azar, por más voluntarismo que el mundo y su padre le inculcaran. Steiner y su circunstancia. La realidad. El tablero. El abismo. Nimzovich. «La amenaza es más fuerte que su ejecución,» mandamiento reverenciado por los ajedrecistas. Acaso fue correcto Nimzovich en su formulación, pero no, desde luego, desde el estricto punto de vista del lenguaje, disciplina implacable. Proposición nº 1: La amenaza es más fuerte que la inmediata ejecución de una seudoamenaza. Proposición nº 2: La amenaza es más fuerte que la inmediata ejecución de una amenaza más débil. Proposición nº 3: Perfeccionar la amenaza es más fuerte que ejecutar una amenaza imperfecta, etc.
Steiner y sus paseos por el río, sus risas por el río, su estupidez paseando por el río. ¿Quién era Steiner? ¿Era un jugador de ajedrez o sólo una sombra? Lo había pensado. Desde luego, sabía quién no era. No era un romántico. No era un idealista, ni un héroe, ni una rata. Se sentía capaz de muchas cosas y también le atenazaba la inhibición en otras. Le aterraba, por ejemplo, la violencia física, y el ejercicio que algunos compañeros suyos hacían de ella paralizaba su voluntad, como si de antemano hubiese recibido temidos e imaginarios golpes. Lo quisiera o no, las preguntas que por entonces se hacía tenían u carácter casi teleológico: ¿era 1 e4 la mejor jugada?, ¿serían 1 e4 y 1 d4 movimientos equivalentes?, ¿por qué habrían de serlo?, ¿debían ganar siempre las blancas toda partida bien jugada?, ¿o sería el ajedrez un juego tan perfecto (o tan imperfecto) que el desenlace de toda partida correcta debería ser siempre el empate, la nulidad?
 
 
3
 
–Soy Steiner. Jugaré.
–¡Magnífico! Espere nuestras instrucciones… ¿Qué le ha hecho cambiar de opinión?
–Necesito dinero.
–Usted nunca se ha interesado mucho por el dinero… Creíamos que tenía suficiente para vivir.
–Y así es, puedo perfectamente vivir incluso con mucho menos del que tengo, pero nunca se tiene bastante si te preocupa alguien.
–Y ese alguien…
–Tengo una hija.
–Entiendo. ¿Qué le parecería jugar el torneo de París, dentro de dos meses?
–¿Por qué no?
–Bien. Le avisaremos.
 
(continuará)
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