La película El acorazado Potemkin (1925), del gran cineasta Sergei Eisenstein, que cuenta la huelga de la tripulación del buque en el Mar Negro, causó sensación en su tiempo, y sigue causándola mucho después.
Rafael Alberti, por ejemplo, comentó en su día: «Cuando fui al cine a ver ‘El acorazado Potemkin’ era un tonto. Cuando salí era dos tontos.»
El escritor Carlos Fuentes escribió un interesante artículo en 1998, ‘Rusia, país potemkin’, en el que nos cuenta:
«Durante el reinado de Catalina la Grande (1729-1796), su favorito, el príncipe Potemkin, tuvo la brillante idea de construir fachadas palaciegas portátiles, a fin de colocarlas al paso de la emperatriz en sus giras por las miserables aldeas de Rusia. Una vez cumplido el trayecto imperial, las fachadas eran trasladadas a la siguiente aldea prevista para la visita de la reina. Potemkin era bien compensado por su manera extraordinaria de disfrazar la realidad rusa.»
¡Qué gran director de atrezzo el tal Potemkin! Pero en nuestro imaginario la palabra ‘Potemkin’ se vinculaba a insurrección o insumisión, así que contaré una anécdota (o una batallita) de la que fui ingenuo protagonista.
Estudiante en París y, por supuesto, jugador de ajedrez, buscaba club, y vi que había un Club Potemkine en el Barrio Latino (para más inri, lejos de donde vivía). Así que, entusiasmado por las imágenes del ‘Acorazado’ (que, por cierto, acababa de ver en la Filmoteca parisina), allí me dirigí para hacerme miembro del club. No era importante, ni había muchos miembros, pero estaban bien instalados, en el entresuelo de una importante ‘brasserie’ (café-restaurante). Jugué con ellos algunas competiciones por equipos e incluso creo recordar que ganamos en una ocasión la final de la Copa de la Isla de Francia (área de París). Mi desilusión se produjo al constatar que, además de algunos franceses, la mayoría de sus miembros eran rusos blancos, más simpatizantes del príncipe Potemkin que de los marineros insurrectos… ¡Qué ingenuos podemos llegar a ser!
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