LOS MARISCOS
Que el gallego marisqueaba desde los días prehistóricos, se sabe por los concheiros, los montones de conchas que se encontraron, y encuentran desde Bares a las islas Cíes. Aquel antepasado nuestro, del que quizá no llevemos mucha sangre en las venas, pero tenemos en común ese lazo de parentesco no muy bien estudiado, que está formado, en parte, por el hombre como sujeto pirandelliano, entrando en la escena y saliendo él mismo y a la vez diferente, en parte por vivir en una misma tierra, bajo un mismo cielo y nubes, al abrigo de los mismos valles y en las mismas riberas, orilla de los mismos ríos, parentesco por el paisaje, del que ya entrevió secretos el francés Gaston Bachelard; digo que aquel antepasado nuestro que hacía los concheiros, los kjiokenmöddings de los prehistoriadores, sería uno de los primeros hombres del mundo que osó comer lo que tenía dentro un monstruo de poderosas pinzas agresoras como una gran centolla, o un bogavante que levanta la cabeza, vikingo oteador vestido de azul. En los concheiros hay conchas de ostras, de almejas, de vieiras, de croques, restos de caparazones y de grandes patas de centollas o de bueyes de mar. Nuestro antepasado marisqueaba. El mar de Galicia, las Rías Altas y las Bajas, dan todo lo que los franceses suelen llamar «los frutos de la mar».
¿Por dónde comenzamos?
Por las ostras, que yo también comienzo por ellas cuando me doy una mariscada. Hay ostras y hay morrunchos, es decir, las ostras verdaderas, la ostrea edulis, y la ostra plicata, y puede ser que en algunos morrunchos comidos –iba a decir, bebidos–, en Bueu o en Noia, en Corcubión o en Cedeira, esté en mayor intensidad esa profunda mixtura marina que es la gloria sabrosa de las ostras. Hoy se practica intensamente en las costas gallegas, y en especial en las Rías Bajas, la ostricultura, y se comprueba la desaparición de los antiguos bancos naturales. El gallego ha sido tradicionalmente un gran comedor de ostras. En el mortero para la construcción de las murallas de Lugo han sido empleadas docenas de toneladas de conchas de ostras. El gallego no solamente comía las ostras crudas, sino que llenaba con ellas barrilitos que las contenían en escabeche.
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Las mejores ostras son, claro es, las de los días invernales, y las mejores las cogidas cuando pasaron varios días sin llover, y cayeron heladas. La ostra necesita que la densidad del agua no descienda de 1.010 durante la época más lluviosa del año. Aunque la ostra aguanta bastantes horas fuera de su hábitat, cuanto más frescas mejor, sin que ellas consumieran toda el agua que guardan. Son aperitivas y golosas, y muchos comedores de ostras las saludan con unas gotas de zumo de limón. Bien está, pero cuanto menos limón, mejor. Las ostras van bien para unas once después de una noche de farra. Deben tomarse bebiendo un blanco no muy seco, y frío. Y no más frío que las propias ostras, que conviene que lo estén. Está muy bien ponerlas sobre un lecho de hielo, abiertas sobre la concha izquierda, cóncava. Algún albariño de las viñas más próximas al mar, que es más dulce, será el mejor para las ostras. No soy partidario de atiborrarse de ellas: una docena, sorbida a modo, con un grolo de vino cada cuatro, basta. Los barrilitos de ostras en escabeche que pedían Samuel Pepys y el Dr. Johnson en las tabernas de Londres, eran de cinco docenas. La ostra tiene un sabor límpido y nítido, que pende de la escasez y mansedumbre de su propia carne; en la ostra hay tanto espíritu como carne. Balzac recomendaba que el comedor de ostras se fijase especialmente al comerlas en la parte central circuncidada por el hígado, y que allí metiese, de entrada, el diente. Ninguna de las recetas de ostras, como el pastel al bechamel, por ejemplo, son comparables a la ostra viva salida recién del mar. Volviendo a las ostras en escabeche, en la Galicia marinera se hacían muchos barrilitos, pero ahora, con el precio que alcanzan, ya no se hace casi ninguno.
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Se sacan las ostras de las conchas, bien enteras, y se les da una vuelta en la sartén, sin rebozar, y que nos las queme el aceite, que ha de ser excelente. Ésta es la parte más difícil de la operación. Fuera ya de la sartén, se las deja enfriar, y ya frías se van poniendo dentro del barrilito, y allí están en espera del escabeche, que se hace con el aceite que sobró de freír las ostras, más otro aceite limpio, dorando en la mezcla de ambos unos ajos, los cuales se tiran. Se añade al aceite vino blanco con vinagre, a partes iguales, y se pone a hervir con unas hojas de laurel, sal y unos gramos de pimienta. Hierve que te hiervas hasta que se consuma un poco. Y cuando se piensa que ya está, se aparta del fuego, se deja enfriar, y cuanto más frío mejor, se vierte sobre las ostras. Yo pasé, llevo pasados ya, muchos años sin comer otras en escabeche. Cuando las comía, aún no sabía que las había comido en las tabernas del East End londinense, de regreso de un día de trabajo en el Almirantazgo, o de una amorosa sesión vespertina, con música de laúd. Y ahora queno las como, que no las hallo, cada vez que leo el Diario de Pepys o en la ‘Vida del Dr. Johnson’ de Boswell –la mejor biografía que se escribió nunca, dicen los ingleses–, cómo ambos personajes van a las tabernas, se sientan cerca del fuego, o junto al ventanal si es verano, piden una pinta, o dos, de cerveza y un barrilito de ostras –que eran gallegas, embarcadas para Londres en Pontevedra o en Baiona–, y meriendan golosos y filosofantes, se me hace la boca agua, que es el eco de las ostras escabechadas que comí de niño.
Fui enseñado que las ostras hay que ir abriéndolas y comiéndolas. Ya dije que había quien estaba por los morrunchos, pero yo estoy por las ostras grandes, en la gran tradición que va de Gelmírez a Marcel Proust, por las ostras carnosas. Hay que sacarlas enteras de la valva, y llevarlas a la boca desnudas, como le enseñaba Balzac a comerlas a la «extranjera». Las encías deben ser bañadas por el zumo, por decirlo así, de la ostra, que inundará toda la boca. Balzac recomendaba morder cada poco la punta de una tostada levemente tocada por la mantequilla, para ‘neutralizar las papilas gustativas’.
Las ostras han ocupado siempre un alto lugar en la gula del gallego. Cuando en 1416 los canónigos de Compostela, en nombre del arzobispo, señor de la ciudad, fijaban los precios de pescados, crustáceos y moluscos en el mercado compostelano, las ostras tenían entonces un precio doble que la langosta –que nunca ha sido, hasta tiempos recientes muy apreciada por el gallego–. Las ostras tenían diferentes precios si eran enchousadas, es decir, sin abrir, o eschousadas, es decir, abiertas. La langosta figuraba entre lo más barato que daba el mar, al lado de las jibias, los jureles, el pulpo, las sardinas…
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De COCINA GALLEGA, prólogo.
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Anonymous 22:39, enero 16, 2014
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