ÁLVARO CUNQUEIRO MORA (Mondoñedo, 1911 – Vigo, 1981), dueño y señor de las letras y territorios legendarios, fue un autor polifacético que cultivó todos los géneros: teatro, poesía, novela, relatos y periodismo.
Premio Nacional de la Crítica en 1959 (por ‘Las crónicas del sochantre’), Nadal (en 1968), con ‘Un hombre que se parecía a Orestes’, entre sus obras más destacadas figuran:
‘Poemas do sí e do non’ (1933), ‘Merlín y familia’ (relatos, 1955), ‘O incerto señor don Hamlet’ (drama, 1958), o ‘Si el viejo Simbad volviese a las islas’ (novela, 1961).
También era un refinado gastrónomo, un gourmet que podía apreciar tanto los sabores de los platos más sencillos como la exquisitez de los muy sofisticados. Esa faceta la cultivós, sobre todo, con su propia experiencia y al respecto escribió, entre otras cosas, un bonito libro, en colaboración con su amigo José María Castroviejo, ‘Viaje por los montes y chimeneas de Galicia’.
También escribió un abundante e interesantísimo prólogo al libro COCINA GALLEGA, de Araceli Iglesias (hija del famoso cocinero Picadillo), del que incluimos un breve extracto:
«UN COCIDO
Aunque en estos tiempos corre más el lacón con grelos, siempre se encontrará a un puñado de gallegos citados para comer un cocido. Como se acostumbra a decir en el país, un cocido de cura. Un buen cocido lleva muchas cosas: jamón y lacón, carne fresca, tocino y chorizos, gallina y garbanzos, y por descontado, patatas. Y a la carne de puerco que va al cocido aún se le puede añadir oreja y hocico, y costilla salpresa, si la hay. Y con el agua en que coció la carne se puede hacer una excelente sopa, de arroz o de pasta. Hacen falta tres fuentes para servir un cocido, que en una va la carne de puerco con la verdura, en otra la carne de ternera con la gallina, y en otra los chorizos con los garbanzos. Yo todavía recuerdo grandes cocidos, comenzando por los vistos y comidos en casa de mis abuelos, en Riotorto, en la antigua tierra luguesa de Miranda, en los que venía a tabla otra fuente con castañas cochas, y con ellas una pelota de carne picada, bien especiada. Jarrete y falda son las mejores carnes vacunas para un cocido.
Antes de que llegasen al país los garbanzos zamoranos, antes de que llegaran las patatas, el peso del cocido debían de llevarlo las castañas y nabos tiernos. He oído contar que en algunas partes acompañaban al tocino unas rebanadas de calabazo cocido.
Comer un cocido exige una cierta calma, y un saber de la repartición de las sustancias en el plato. Ahora se acostumbra a servir con el cocido una buena ensalada de lechuga, o salsa de tomate, o pimientos morrones asados. Yo entiendo que mientras se come la verdura, los grelos y el repollo, acompañando a la carne de puerco, todavía no es ocasión de la lechuga, de la salsa de tomate o de los pimientos. Así, lo mejor es ir comiendo la carne de puerco con la verdura que coció en ella, y cuando se llega a la segunda parte (gallina, carne fresca, garbanzos), será el momento de la ensalada, o de la salsa de tomate, o de los pimientos morrones. Prefiero la ensalada a los pimientos morrones, y éstos a la salsa de tomate. O mejor dicho, rechazo la salsa de tomate. Es nuevo y no es nuestro este sabor quitasabores.
Me he dolido muchas veces de la pérdida que tuvo la cocina gallega con la desaparición de las castañas, en parte por tantos castaños como murieron de la enfermedad que llaman de la tinta, en parte porque se fueron imponiendo las patatas, tantas veces insípidas. Pero el que no llevó a la boca una tajada de tocino enfrebado, con hebras de una castaña, tocino bien cocido que se deja aplastar con el tenedor, con la castaña, ése tal perdió uno de los sabores más cabales de la cocina nuestra antigua.
El cocido tiene que estar bien escurrido, y ha de servirse muy caliente. El cocido pide un tinto del país, el más sereno y graduado que se pueda. Pueden ser vinos chantadinos, de los riberos del Miño, de Asma o de San Fiz, o vinos de Ribadumia, que son, con los de Rubiós, del condado de Salvatierra, los mejores vinos rojos gallegos. Hace años, estaba yo en el jurado del concurso de los vinos del condado susodicho, en la torre que está al borde del Miño frente a los prados y viñedos de los lusitanos, de la ribera de Monzón, de donde son algunos de los más ilustres blancos de Occidente, albariños, vinos verdes, con un perfume de fondo, que va y viene desde la alegría a la saudade; en aquella torre, en la que fue sala de armas, y que tiene una escalera doble de caracol, quizá para que suban y bajen sin encontrarse los fantasmas de doña Urraca, reina de Castilla, y del bastardo Pedro Álvarez de Soutomaior, digo que estábamos catando y había que puntuar los vinos de 0 a 5, y a mi lado estaba otro catador, que en una ojeada que eché a su papel vi que escribía en vez de poner números. Le pregunté qué le ponía a aquel vino que estábamos catando y me mostró la hoja: «Bueno para un cocido», había escrito. Sí, era un tinto de Rubiós, maduro, grave, harto, campechano. Sí, un tinto para un cocido. Aquel catador era, además, un gourmet.
Pese a todos los avances culinarios, y a las mutaciones de los tiempos, un cocido es el plato de honra del gallego en las grandes fiestas de los santos patronos, y en las familiares. Cocidos de cura, cocidos de boda.»
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