ajedrez, octubre 2, 2011

París, 1843: SAINT-AMANT vs STAUNTON (1)

Tras casi un siglo de clara supremacía francesa, Inglaterra depositaba grandes esperanzas en su nueva estrella, Howard Staunton, que se enfrentaría en París, al mejor jugador del mundo entonces, Pierre-Charles de Saint-Amant.
La crónica que sigue se publicó justo cien años después, en conmemoración de tamaño evento. Su autor, Geoffrey Harber Diggle (1902-1993), era un modesto jugador que colaboró durante muchos años con la British Chess Magazine, aunque sin prodigarse. Estaba especializado en periodismo histórico, en particular del siglo XIX, sobre todo en Staunton. Muchos expertos alabaron su prosa y sin duda era un excelente escritor de ajedrez. Obsérvese la fina ironía que destila el texto, al amparo de un lenguaje forzosamente de época, arcaizante.

Staunton vs Saint-Amant, 1843
G. H. Diggle
(British Chess Magazine, noviembre-diciembre 1943)

Este memorable encuentro que, en palabras del vencedor, «suscitó un grado de interés inusitado en la historia de confrontaciones similares, tuvo lugar en París, en noviembre/diciembre de 1843.» Staunton había sido criticado por haberlo llamado «El Gran Match entre Inglaterra y Francia», pero lo cierto es que la justa merecía ese ampuloso título. Durante casi todo el siglo precedente Francia, como nación ajedrecística, era tradicionalmente superior. Esta supremacía, establecida con Philidor, la habían mantenido sucesivamente con Deschapelles (aunque de forma un tanto discutible), La Bourdonnais (mucho más claramente), y (hasta 1843) por el propio Saint-Amant. Y era esta supremacía lo que en realidad estaba en juego en los dos meses en que, hace un siglo, el espectro de Philidor fue abatido por un ajedrecista inglés.
No dejó de tener un «interés paralelo» la afilada pluma de Staunton. Sobrevive una abrumadora evidencia en cuanto a de qué manera la confrontación fustigó la imaginación pública a ambos lados del Canal de la Mancha. Tenemos testimonios de gente como Wayte y Tomlinson, jugadores jóvenes ambos cuando se celebró el match. «En los clubes de ajedrez de este país», escribe el segundo, «prevaleció la mayor de las emociones, y las partidas, tan pronto como se recibían, fueron reproducidas una y otra vez.» Pero esa emoción no estaba confinada a las escasas ciudades que contaban con clubes. El ajedrez penetró en la vida de los rincones más remotos de las provincias. Por todo el país corrían las noticias y todo el mundo reclamaba «las partidas del Gran Match». Antes de este evento, en ningún periódico inglés, con la única excepción de Bell’s Life, en Londres, se había publicado nunca un artículo sobre ajedrez. Pero ahora la prensa (tanto editores como redactores) se mostró a la altura de los acontecimientos. Las jugadas eran copiadas (con un número sorprendentemente exiguo de erratas) del Galignani’s Messenger, que suministraba información de primera mano a periódicos emprendedores, a veces nada menos que del propio Saint-Amant. Algunos de nuestros más audaces periodistas incluso se aventuraron a obsequiar a sus lectores con breves comentarios sobre las partidas impresas. Así, podemos leer, en la segunda partida, «el Sr. Staunton situó diestramente algunas de sus piezas en disposición de dar mate», y cómo, en la quinta, «las piezas de Monsieur Saint-Amant estaban demasiado apelotonadas», de forma que «no podía jugar con libertad». A la luz de estas exposiciones fue cómo nuestros ancestros, muchos de ellos en un entorno rural, dispusieron sus empolvados tableros de ajedrez y se sumieron en el desarrollo de las partidas.
Tal era el nivel de erudición de la prensa y del público cuando Howard Staunton y Pierre-Charles-Fournier de Saint-Amant se enfrentaron en lo que podríamos considerar primera tentativa de un Campeonato Mundial de Ajedrez. Pero ¿qué decir de los elitistas clubes de ajedrez de París y Londres? ¿Y qué de los propios campeones? El resultado de su confrontación es bien conocido y, sin embargo, la posteridad no le ha prestado mucha atención a las partidas en sí. Han quedado en el pasado como pobres asuntos obsoletos que no merecen recordarse. Esta consideración, inicialmente promovida por los enemigos de Staunton, ha sido repetida, de cuando en cuando, por algunos autores de las últimas generaciones, que aseguraron haberse tomado la molestia e reproducir las partidas para comprobar por sí mismos si había algo que aprender en ellas. Lo cierto es que las partidas del match merecen ser reexaminadas. Disputadas en una tensa atmósfera, y en condiciones que abrumarían a un maestro moderno, muchas de ellas no sólo son espléndidas luchas aisladas, sino que, reproducidas en el orden en que se jugaron, contienen todo el interés del drama que se estaba viviendo. En ningún match por el Campeonato del Mundo tuvo aspirante alguno un comienzo tan demoledor, ni un campeón se rehízo con tanta firmeza al final. Después de la octava partida vemos a Saint-Amant, y después de la 20ª a Staunton (aunque en menor grado) completamente «deshechos y destrozados», y aun así son capaces de levantarse de la lona. Alphonse Delannoy, al describir la escena en el Cercle des Échecs, cuando se acercaba el final del match, habla de «largas horas, días enteros de duda, desesperación, alegría, esperanza e ilusiones, con unos espectadores tan infatibles como los propios jugadores.»
Cada jugador debía depositar cien libras esterlinas. Se jugarían cuatro partidas semanales, y el primero en ganar once sería declarado vencedor. Hasta aquí, las condiciones se parecen a las que prevalecen en nuestros días en los matches por el título mundial. Pero aquí termina el paralelismo. En estos humanitarios días, con relojes de ajedrez y jugadas secretas, nuestros maestros están a salvo de tener que afanarse «de sol a sol» sin un respiro. Por otra parte, el público, si es que se admite su entrada en la sala de juego, debe contener su aliento a respetable distancia. Hasta los poderosos representantes de la prensa están obligados a situarse de puntillas, al otro lado del acordonado. Pero nuestros héroes de 1843 no gozaban (y, por lo visto, tampoco lo esperaban) de tales privilegios. Las partidas comenzaban a las once de la mañana. Una vez iniciadas, debían ser finalizadas en una sola sesión. No estaban permitidos los aplazamientos «excepto en caso de enfermedad», y no había límite de tiempo de ningún tipo para la ejecución de las jugadas. Otra dificultad (como señaló el Sr. P. W. Sergeant en Championship Chess) radicaba en el hecho de que «no había protección para los jugadores.» Lejos de estar cuidadosamente aislados con tablero y piezas, los dos campeones eran continuamente asediados por los espectadores, sólo restringidos a la capacidad física de la sala del club, pues en cuanto al ruido, era impuesto a discreción del público.
Estas condiciones suponían un importante reto incluso para gigantes del calibre de Staunton y Saint-Amant. Una y otra vez, ambos campeones, tras haber luchado sin tregua durante el día, se enfrentaban al atardecer con un final crítico, que debían jugar en un entorno que (por citar las palabras del segundo de Staunton, capitán Wilson) «se había vuelto insoportable, tanto por la deficient iluminación de las lámparas, como por la aglomeración de espectadores, cuyo número iba en aumento a últimas horas de la tarde, ansiosos por presenciar el final de la partida.» «Durante la disputa de la 19ª partida (si creemos a Bell’s Life), «era tal la ansiedad del público que presenciaba la habilidad del Sr. Staunton y la heroica resistencia del Sr. Saint-Amant, que ambos sufrieron terriblemente por el calor y hubo que situar gendarmes en el club para no permitir la entrada a nuevos espectadores.» No obstante, «ambos bandos» (Saint-Amant, 43 años; Staunton, diez años más joven) mantuvieron espléndidamente el tipo. En todo el encuentro sólo pueden detectarse dos descalabros por agotamiento (en la 9ª y 11ª partidas) y, en ambos casos, Staunton fue el jugador perjudicado. Lo extraordinario es que (a juzgar por los registros del capitán Wilson de «los mayores tiempos consumidos por los jugadores en la deliberación de sus jugadas»), ninguno de ellos hizo ninguna tentativa temprana en una partida para evitar trabajar duro, a fin de preservar sus energías para un posterior esfuerzo decidido. En la 14ª partida, por ejemplo, que se prolongó hasta la medianoche, Staunton, en la primera fase, con todas las piezas sobre el tablero, consagra veinte minutos a un elaborado sacrificio de peón, que Saint-Amant rechaza, pero sólo después de treinta minutos «de larga e intensa deliberación». Por cierto que las cifras registradas por el capitán Wilson indican que Saint-Amant era, con diferencia, el jugador más lento. «Pero», dijo Staunton, al comentar con Tomlinson acerca de su oponente, quince años después, «aunque su concepción era lenta, no se tomaba más tiempo del necesario. Nunca me enfrenté a un hombre con tal capacidad de resistencia. Después de catorce horas de juego parecía tan fresco como cuando se había sentado.» Staunton le dijo también a Tomlinson que el único refresco de su oponente, durante las largas sesiones, era «café y estirar con frecuencia las piernas». Por su parte, él confiaba en «el té y otras cosas ligeras.»
El 14 de noviembre de 1843 comenzó la lucha, con Saint-Amant como claro favorito. Las proezas del aristocrático comerciante de vinos eran bien conocidas. El indiscutible mejor jugador de Francia había visitado Inglaterra en dos ocasiones, enfrentándose a los mejores jugadores de los clubes de ajedrez de Londres y Westsminter, y (en palabras de Walker) «vencido a todo el mundo». Ahora, sentado y listo para disputar la primera partida en su propio feudo de París, rodeado de amigos y admiradores, y con los bustos de sus predecesores, Philidor y La Bourdonnais, contemplando el escenario desde lejos, debe haberse sentido un monarca nada fácil de destronar. Por otro lado, el aspirante, a su llegada al Cercle des Échecs con sus dos segundos (el capitán Wilson y el Sr. Worrel) produjo una fuerte impresión a los parisinos. «Cuando vi esa imponente frente,» escribe uno de ellos, el Sr. Doazan, «no pude profetizar que venceríamos.»
(continuará)
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