Una ideología política inclasificable
Es extraño que nadie supiese identificar la ideología de alguien como él, tan inclinado a hablar, a expresarse públicamente (le encantaban los coloquios y escandalizar a sus amigos con ideas extravagantes o peregrinas, siempre bien defendidas por su aguzado ingenio). Era un conservador, o empezó siéndolo, pero una especie de conservador muy atípico, más bien un enfant terrible (o un terrible grandullón), capaz de cuestionarlo todo o de pasarlo por su peculiar rueda de amolar.
Si se recogen las opiniones de quienes lo conocieron (incluso de quienes lo conocieron muy bien), la conclusión no puede ser más contradictoria. Korchnoi, por ejemplo, dijo que era «un socialista de izquierdas» (matización necesaria en estos tiempos de confusión). Otros decían que era anarquista. Si lo era, lo sería de tipo existencial. Cuando pudo charlar con Pachman, otro amante de la polémica y comunista acérrimo, acabó diciendo: «Jamás pisaré un país comunista.» Admiraba a George Orwell, el denunciador de los sistemas totalitarios, pero detestaba su estómago para delatar, ante el Servicio Británico de Inteligencia, a los seres odiados por el escritor. Poco después estaba cortando caña en la Zafra cubana, aunque pasaría más tiempo en la piscina de su hotel, discutiendo las bondades o defectos del sistema comunista. Más tarde, un Pachman reconvertido en mártir de la Primavera de Praga, pasó por Holanda, camino de Alemania y fue invitado a un debate en la televisión holandesa con Donner, quien mostró un serio escepticismo acerca de la reconversión liberal y católica del nuevo Pachman.
El Partido Laborista ganó, después de muchos años, unas elecciones en Holanda y podría pensarse que Donner, que fustigaba sin cesar a sus amigos conservadores, se alegraría. Sin embargo, reprendió a un amigo suyo, partidario de los vencedores: «¿No te da vergüenza votar al partido de la mayoría?».
Harry Golombek, por su parte, escribió: «Fuera de la escena ajedrecística (Donner) constituye una especie de paradoja personificada, por el hecho de que, a pesar de hacer gala de una ideología profundamente reaccionaria, se ha comportado a menudo como un rebelde frente al sistema.»
Si alguien recuerda a los juancontreras, esa figura que encarna al españolito que reniega de España y, al mismo tiempo, no soporta que quien no es español lo haga, y que puede pasar de esa posición a decir que «como en España ni hablar», bueno, pues Donner era una especie de Juan Contreras a la holandesa. Amaba a Holanda. Pero también la detestaba. En realidad, detestaba el pensamiento monolítico, el hombre unidimensional de Marcuse, que daba paso a una sociedad unidimensional.
En una ocasión exclamó: «¡Suerte que vivimos en Ámsterdam y no en Holanda!». Cierto: Ámsterdam no es Holanda. Tras haber vivido en La Haya (la ciudad de Donner), puedo entenderlo: interminables filas de vecinos lavando su coche el sábado por la mañana, los mismos emparedados, las mismas costumbres, horarios idénticos y una interpretación uniforme del comportamiento social… Los holandeses eran políticamente correctos antes de que la expresión se inventase. Un cuento que no llegué a escribir empezaba con esta frase: «Érase una vez un holandés distinto a todos los demás…» Sin que yo lo supiese entonces, tal vez Donner podía haber sido el protagonista de ese cuento.
Así que, en sus incontrolables veleidades políticas, y ante sus ocasionales halagos de algún aspecto de la Unión Soviética (que nunca había visitado), su amigo Sosonko ironizó, diciéndole: «Tal vez deberías pasarte unos meses, Hein, en un campo de trabajo soviético, y vivir la experiencia de un par de interrogatorios del KGB, a ver si seguías pensando igual…». Donner le interrumpió: «En tal caso, me comportaría como el héroe de un libro que estoy leyendo. Les diría: Soy inglés. Firmaré lo que quieran, pero no se atrevan a tocarme la cara.»
Sin embargo, decía que no se ocupaba de política. Los años sesenta fueron un tiempo de convulsiones sociales. No sólo Vietnam, Cohn-Bendit y el Mayo francés del 68. También en Holanda hubo un movimiento contestatario de cierta importancia: los ‘provos’ (de ‘provokateur’), de orientación izquierdista. Se manifestaban y crearon una protesta social incómoda para el gobierno holandés. La esposa de Donner era una activista provo. Cuando Donner ganó el torneo de Venecia, en 1967, además del premio estipulado, los organizadores habían decidido obsequiar al vencedor con una góndola en miniatura de oro y piedras preciosas. A su regreso a Holanda, Donner declaró en la televisión que estaba dispuesto a donar la gondolita al Vietcong, y no para comprar medicinas, sino armas, a fin de ayudarles a liquidar la invasión norteamericana. La declaración causó estupor y conmoción, porque Holanda y los EEUU eran naciones amigas. Pero los venecianos habían encontrado un pretexto para quedarse con la góndola de oro.
Vida y muerte: esperanza y desesperanza
Desde el 23 de agosto de 1983, la vida fue un infierno para Donner, la antesala de la muerte. Ese día sufrió una hemorragia cerebral, de la que, afortunadamente, los médicos pudieron salvarle. Pero no les fue posible recuperar su integridad fisiológica. No podía hablar ni caminar. Tenía doble visión y se tambaleaba. Más de un año le costó una recuperación precaria. No pudo volver a escribir a mano. Debió reeducarse y, poco a poco, pudo aprender a escribir a máquina con un solo dedo.
Comenzó a publicar breves artículos en un famoso diario holandés, acerca de los estragos de la edad y de los organismos deteriorados, de la dependencia de otros, de la realidad, pero sin caer en la tentación del sentimentalismo o la autocompasión. Esos escritos integraron el libro Na mijn dood geschreven (Escrito después de mi muerte), que ganó el prestigioso premio literario Henriette Roland Holst, como mejor libro del año.
EL REY se publicó, en cambio, un año antes de su muerte y a la presentación acudió en silla de ruedas. Harry Mulisch, el famoso escritor y amigo íntimo suyo, entregó a Donner el primer ejemplar del libro, pronunciando unas palabras emocionadas acerca del valor y lucidez de su amigo.
El 27 de noviembre de 1988 su hermana le recordó que era el cumpleaños de su madre. Murió la tarde de ese mismo día. Al día siguiente, en la última ronda de la Olimpiada de Salónica, se guardó un minuto de silencio en su memoria.
En el tablero su estilo era más bien académico, aunque no exento de cierta originalidad. Creía firmemente en las nociones técnicas que había asimilado en su juventud y podría considerársele un tanto rígido en su concepción del ajedrez. En la vida, en cambio, el rey Donner era exagerado, excéntrico, excesivo. Pero también paradójico, inteligente, imprevisible, arrogante, contradictorio, apasionado. Siempre genial y fascinante. Todos los temas le interesaban y se transfiguraba al hablar y escribir de todo y de todos, en particular cuando se trataba de ajedrez. Sólo vivió 56 años, aunque después de morir todavía pudo seguir pensando y escribiendo otros cinco años más, en un extraño limbo, en el que aún produjo algunas joyas de un valor incalculable.
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Artículo publicado en la revista JAQUE nº 657-658, pp. 170-175.)
Anonymous 13:24, marzo 26, 2013
Quizás he cargado las tintas… a fin de cuentas es su blog y puede escribir de quien quiera… pero odio a la gente que va de superior por la vida… como este tipo.
Anonymous 13:04, marzo 26, 2013
El talento de ajedrecistas como Donner tiene licencias para mucho… pero no para todo ¿Cómo ensalza ud. la figura de semejante bocazas ? Conozco a personas así: su intenso y terrible autocriticismo las lleva a mostrar como pantalla una insoportable presunción. Como muestra de su enfrentamiento con el mundo, la victoria de Prins en el Cto. de Holanda y la reacción de Donner que se mosquea por no tener el don de la ubicuidad. Se le puede llamar muchas cosas a un tipo de tal calaña pero prefiero guardar silencio porque la relación de insultos dedicables no sería pequeña. Salud.
AMG 19:48, marzo 25, 2013
Qué artículo tan currado… Sólo decir: gracias maestro.